
La novela de Charles Dickens “Historia de dos ciudades” narra la vida en el siglo XVIII, en la época de inmediatamente anterior y concurrente con la Revolución Francesa. La historia se desarrolla en dos países: Inglaterra y Francia, y en las ciudades de Londres y París. La primera ciudad simbolizaría de algún modo la paz y la tranquilidad, la vida sencilla y ordenada; mientras la segunda representaría la agitación, el desafío y el caos, el conflicto entre dos mundos en una época en la que se anuncia drásticos cambios sociales.
Este relato, en la libre asociación de ideas que suele tomar nuestras cabezas en ciertos momentos, me evoca una comparación de estos últimos años entre Chile y Argentina y sus capitales Santiago y Buenos Aires. ¿Cuál sería Londres y cuál Paris? Revisemos lo que ha sido el contexto y recorrido de ambos países en los últimos años y qué es lo que tenemos en común y qué nos diferencia, así como cuál es el rumbo que uno y otro podrían tomar.
Hasta el 2019 Chile era un país considerado como un referente en la región latinoamericana. Este estatus fue duramente ganado habiendo atravesado una cruel dictadura, transitando a la democracia por la vía institucional tras derrotar al régimen militar en su propia cancha con el triunfo del No en el plebiscito de 1988. De ser un país lejano y periférico, tradicionalmente pobre, en el espacio de 30 años experimentamos una radical transformación económica centrada en la apertura al mundo, lo que a su vez se tradujo en espectaculares resultados sociales incluyendo una drástica reducción de la pobreza. Obviamente no todo era perfecto, pero el progreso fue relevante y tangible.
Santiago, de ser una anodina capital latinoamericana, con poco patrimonio urbano (comparativamente hablando) en parte por nuestra condición sísmica, pero también por nuestra tradicional pobreza e incultura (una de cuyas expresiones era el poco aprecio de nuestro legado patrimonial), se convirtió en un activo centro regional. Floreció la cultura en sus diversas expresiones y la ciudad se embelleció, recuperando muchos sectores de la degradación y desarrollando otros. La arquitectura y el urbanismo fueron convergiendo con la belleza de un entorno geográfico privilegiado. Nos convertimos en un lugar muchísimo más cosmopolita que quizá en cualquier punto de nuestra historia. El mejoramiento urbano y de las condiciones de vida del país se dio además en un contexto de paz social y de seguridad. Cuando la delincuencia alcanzaba altas tasas en casi toda la región, incluyendo los homicidios, en Chile y sus ciudades, era posible circular con tranquilidad.
Mientras Chile y Santiago tenían sus virtuosos 30 años, Argentina y Buenos Aires continuaban viviendo adrenalínicamente, con auges y caídas, y crisis económicas e institucionales por cada década, empeorando sus índices en forma consistente a lo largo del mismo período, aunque evitando precipitarse al abismo. Santiago y Chile eran aburridos y monótonos frente al siempre cambiante panorama argentino.
Debo decir que, en mi opinión, el origen natural del realismo mágico debiera haber sido Argentina. Ahí ocurren cosas que nadie se explica y con resultados también inesperados, coexistiendo naturalmente con la cotidianeidad. Argentina podría ser Venezuela por sus múltiples vicisitudes y malas políticas públicas, pero el país sigue sorprendentemente de pie y los argentinos, continúan con sus vidas (y gozando probablemente más que los chilenos), a pesar del Estado y de todo tipo de problemas. Y Buenos Aires es una ciudad magnífica, que gracias a sus ciudadanos y algunos alcaldes destacados, ha mantenido su atractivo en lo esencial.
Así, en una primera impresión y volviendo a la obra de Dickens, Santiago y Chile eran Londres y Argentina y Buenos Aires, Paris. Pero esa ilusión literalmente se quebró en octubre del 2019, con una explosión de violencia en Chile, incluyendo con especial ferocidad Santiago. Sin entrar a las causas y razones probables de esa violencia, el hecho es que entramos en un torbellino de destrucción que dejó estupefactos a quienes habían conocido al país de los 30 años. Como me dijeron algunos amigos argentinos, lo que menos entendían era el ensañamiento de los chilenos contra su patrimonio cultural, infraestructura y fuentes de riqueza y trabajo. “Nadie emporca su cocina” me decían, con toda razón. Ni en los peores momentos, como cuando el presidente De la Rúa debió huir en helicóptero y hubo varios presidentes en una semana, tuvieron episodios de violencia tan profunda como en Chile.
Desde ese octubre de 2019, hemos vivido en la efervescencia. Los refundadores sociales y políticos del país, junto con demonizar los 30 años anteriores, nos prometen una nueva vida más plena y digna. Mientras gritan a voz de cuello sus promesas y profieren sus vaticinios amenazantes en caso de no seguirse a pie juntillas las transformaciones que impulsan, Santiago y nuestras ciudades caen en la decadencia. Buena parte del casco urbano está groseramente grafiteado, sucio y deteriorado, y el espacio público está invadido por el comercio ambulante y otros grupos que se lo toman para diversos fines. Al mismo tiempo la delincuencia ha surgido con vigor, incrementando su violencia e impunidad.
En este proceso, muchos de quienes impulsaron la violencia y destrucción, accedieron democráticamente al poder y se hallan ahora en la posición de quien debe resguardar el orden público y promover la paz social, administrar y fomentar el desarrollo. Esto demuestra que nuestra tierra es también fértil terreno para el realismo mágico.
Esos 30 años que se están desvaneciendo como un buen recuerdo tiene que dar paso a una nueva etapa. La duda es si será mejor. ¿Entraremos en una montaña rusa para vivir como los argentinos? Si es así, ¿qué podemos aprender de ellos?
Lo primero que demuestra la experiencia argentina, es que los ciudadanos han aprendido a blindarse del Estado. Eso significa que buena parte de la legislación es total o parcialmente letra muerta y que la economía informal es muy importante (actualmente se estima que casi la mitad de la economía argentina está en negro). Esto ocurre no porque las personas quieran infringir las normas, sino porque el acatarlas les significa un perjuicio mayor.
En Chile donde el Estado ha tenido tradicionalmente una presencia fuerte en todos los ámbitos de su competencia, ha perdido mucho terreno en estos años. En la práctica, su autoridad llega cada vez a menos lugares del territorio nacional. Si a eso le sumamos malas normas y políticas públicas, esa brecha entre la formalidad e informalidad se ensanchará. Por lo tanto, si nuestra próxima constitución no tiene legitimidad suficiente y si no recuperamos terreno en materia de calidad de la gobernanza y de las políticas públicas, viviremos en dimensiones paralelas con un mundo formal cada vez más reducido y con un porcentaje creciente de la población viviendo en mínima interacción con el Estado, tanto por incapacidad de este como por rechazo popular a una parte importante de sus regulaciones y funciones. Esta podría terminar siendo una gran paradoja chilena: cuando más esperanza política se pone en el Estado como el gran proveedor, menos capacitado se le ve y más disminuido puede terminar.
Como cada nación es única, lo que puede funcionar en Argentina no necesariamente puede hacerlo en Chile. Nuestra fortaleza relativa siempre ha descansado en la existencia de un Estado relativamente eficiente y eficaz. Su debilitamiento está dejando en evidencia el surgimiento de fuerzas centrífugas, con vocación de reemplazarlo. Además, nuestro desarrollo económico está vinculado a la apertura al mundo, como lo dejan en evidencia las cifras de los últimos 30 años.
No es necesario poner en una constitución que nuestra prioridad es América Latina. Somos latinoamericanos y siempre hemos estado vinculados a la región que es estratégica para nosotros. El problema es que estamos coqueteando con las peores prácticas e ideas de la región y en esa línea solo nos desdibujaremos, perjudicando a nuestra población.
Estamos en la fila avanzando hacia el carro de la montaña rusa, pero aún nos podemos bajar.