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10 de Septiembre de 2022

¿Será que somos “Los Ingleses de Sudamérica”?

Resulta que el fallecimiento de Isabel segunda se da a pocos días del tormentoso plebiscito por el que se rechazó un proyecto de nueva Constitución Política para Chile, elaborado por una Convención cuyos miembros fueron elegidos democráticamente.

Desde luego, no soy partidario del sistema monárquico, sin embargo, he hecho un esfuerzo por entender a mis viejos amigos. AGENCIA UNO/ARCHIVO
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A propósito del fallecimiento de la Reina Isabel segunda y numerosos comentarios acerca de la monarquía como un sistema de gobierno anacrónico, se me vinieron a la cabeza  viejas conversaciones con queridos amigos, todos ellos al menos progresistas y a la vez monárquicos, lo que para una persona como yo, nacido en una república y que desde siempre recibió educación republicana, en la que no faltaban las miradas irónicas y despectivas hacia aquellos países  que gastan fortunas en mantener  familias que cumplirían una labor meramente decorativa, resultaba una insensatez.

Desde luego, no soy partidario del sistema monárquico, sin embargo, he hecho un esfuerzo por entender a mis viejos amigos.

Un hecho cierto es que las monarquías, en sus numerosas variantes, han sido una forma de gobernar que ha resistido el paso de los siglos y en algunos casos milenios, sin fecha cierta de nacimiento, en tanto que la república, en su forma actual (no la griega sobre la que reflexiona Platón como un ideal y que tiene muy poca semejanza con la nuestra), tiene fecha de nacimiento en 1789, con la Revolución Francesa, es decir ha madurado por menos de 250 años, un período muy breve si sólo se le compara con el reinado de los Augsburgo en Europa, que terminó en 1918, y ni siquiera se acerca al período denominado “Sacro Imperio” que duró casi cuatrocientos años, entre 1415 y 1806.

Actualmente existen 44 monarquías en el mundo, algunas de ellas en países muy pequeños, como el Reino de Bután, Mónaco y el Principado de Liechtenstein. Podríamos decir que a los dos últimos los conocemos más que nada por la vida glamorosa y ser refugio de magnates. Menos se menciona al reino de Bután, una monarquía constitucional que optó por un sistema de vida inspirada en el budismo, de respeto irrestricto a la naturaleza y con rasgos que nos pueden parecer, equivocadamente, emanados de alguna corriente del socialismo, como son la educación pública y gratuita, la búsqueda de igualdad para evitar la envidia, una arquitectura estandarizada según las formas tradicionales, con lo cual se tendería a la felicidad de los súbditos.

Siguen subsistiendo importantes monarquías absolutas, como la de Arabia Saudita o la de la sede del Mundial de Fútbol, Qatar, entre otras.

Cuando, como yo, tenemos muy enraizado el considerar a las monarquías como algo anacrónico, no puede dejar de causarnos interrogantes el hecho de que algunos de los países que consideramos de los más avanzados del mundo mantengan esa forma de gobierno, como Japón, con su Emperador, el Reino de Finlandia, del cual tantos lo han tomado como referencia para los sistemas educativos, el Reino de Dinamarca, Países Bajos (ante llamado Holanda), Noruega, Suecia, España, de la cual nos independizamos hace apenas 212 años, si contamos la fecha desde 1810 y un poco menos si la contamos desde 1826.

Más sorprendente aún es el grado de adhesión de esos pueblos a la monarquía.

Pero volvamos a las discusiones con mis amigos.

Uno de ellos, un español de Aragón, al que tengo gran estima, como buen aragonés es anarquista, pero defiende la monarquía. Si, anarquista-monárquico y para él la figura del entonces Rey Juan Carlos tenía tal ascendiente, como garante de la Constitución y de la unidad de España, que fue capaz por sí solo de desarticular el intento de golpe de estado de 23 de febrero de 1981, en el cual estaban comprometidos generales del Ejercito y la Armada y que terminó con 32 militares condenados, entre los que se contaban dos generales, además de un civil.

Otros amigos defensores de la monarquía fueron tres ingleses, muy progresistas, como la enorme cantidad de progresistas de más variada gama que han lamentado la muerte de la reina y desean larga vida al rey.

En su caso, especialmente con uno de ellos, el más izquierdista de todos que conocí en 1975 y que frecuentemente recibía cartas del Earl D Avery, con matasellos de Avery Castle, me manifestaba no entender cómo yo podía defender un sistema tan poco confiable como la democracia republicana en el que las grandes decisiones dependían del voto popular, es decir de personas que podían tener nula preparación y ser fácilmente manipulables.

Por mi parte, le reprochaba esa mirada que calificaba de “aristocrática”, “oligárquica” y toda la sarta de epítetos que se vienen a la cabeza cuando alguien lanza una opinión tan manifiestamente “retardataria” como esa.

He inmediatamente le sacaba en cara lo absurdo que era mantener una monarca, una realeza, que no servía para nada, meramente decorativa.

Todavía recuerdo un ligero cambio en el flemático rostro de mi amigo que teñía su tez blanca con una pizca e rojo y, después de estamparme un potente “ignorante”, pasaba a enumerarme un listado de funciones de la reina y la familia real, que él consideraba una unidad, desde su figura ante la Commonweath, la representación de la unidad del Reino Unido (argumento muy atacable en esa época por el conflicto de Irlanda del Norte y que yo usaba para contraatacar con veneno), su facultad de declarar guerra (no por si sola), sus numerosísimas obras de caridad, etc., para finalmente espetarme “ y además, elige a los Lores Temporales” (con el Primer Ministro).

Eso desencadenaba una nueva discusión, yo no entendía cómo era posible que los miembros del órgano más importante del Estado no fueran elegidos democráticamente. La Cámara Alta estaba y está compuesta por 26 obispos anglicanos de prestigio (Lores Espirituales) y 762 individuos escogidos por una camarilla de dos personas (La Reina y el primer ministro) entre nobles, intelectuales, hombres de negocio y otros.

La respuesta era qué así se garantizaba que las leyes fueran buenas.

Resulta que el fallecimiento de Isabel segunda se da a pocos días del tormentoso plebiscito por el que se rechazó un proyecto de nueva Constitución Política para Chile, elaborado por una Convención cuyos miembros fueron elegidos democráticamente.

Tras ello se han alzado conspicuas voces atribuyendo defectos al texto que fue rechazado y proponiendo que un nuevo texto sea redactado “por expertos”, sin que aún haya ni siquiera un principio de acuerdo sobre la forma en que serían designados, lo que no ha sido obstáculo para que algunos ya se estén generosamente ofreciendo para enfrentar esa tarea.

Respecto al alto costo para el pueblo de mantener a la monarquía, me señalaba que eso era irreal, que la mayor parte de la riqueza de la monarquía provenía de sus bienes propios y que su remuneración no alcanzaba para cubrir los enormes gastos en que debían incurrir.

Revisando hoy las publicaciones que aparecen en diversos periódicos sobre la herencia que deja Isabel segunda, debo reconocerle muy tardíamente algo de razón a mi recordado amigo.
Dejó menos de US$ 580.000.000-, gran parte de los activos provienen de inmuebles que pertenecen a la familia real desde la Edad Media de los cuales 115 millones de dólares es la valoración de la colección de estampillas que dejó su abuelo el rey Jorge V.

Todo ello es una fracción de la fortuna de nuestro ex Presidente.

¿Será que somos “Los Ingleses de Sudamérica”, como se denomina el libro de Santiago Elordi?
 

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