Zona de promesas
En tres años, Santiago era otra ciudad: el Camino de Cintura, la Alameda de las Delicias, el trazado actual del Mapocho, los bulevares del hoy barrio universitario, el Parque O’Higgins, el Cerro Santa Lucía. Todas obras salidas de un político de tomo y lomo, no de un urbanista, ni de un arquitecto.
Gonzalo Schmeisser es académico Escuela de Arquitectura UDP
En el transcurso de los períodos electorales ocurre que la esperanza le pelea espacio a la desazón. Es un sentir irracional, pero nos es natural intentar autoconvencernos de que lo que escuchamos como promesas de campaña son posibles de volverse ciertas. En ese instante de luz, antecedido y sucedido de mucha sombra, esas promesas, de alguna forma, se materializan al imaginarlas.
En ese pequeño espacio de la emocionalidad colectiva –donde reside el único crédito de los políticos– es posible mejorar parques y plazas, combatir el comercio ambulante, erradicar los campamentos, fomentar la vivienda social de calidad, cubrir hoyos en las calles, forestar los cerros isla, etc. Surgen acciones que van en dirección a trazar una ciudad como le corresponde a un país que se estima siempre al borde del desarrollo.
Para ver lo que es salir de esa zona de promesas, estudiar el fenómeno Benjamín Vicuña Mackenna es primordial. Si bien no tuvo que desplegar su imagen en pancartas ni prometer mucho (fue designado por el presidente Errázuriz para dirigir la intendencia de Santiago en 1872, mismo cargo con otro nombre al que aspiran los Orrego en la RM) sí trasnochó ideando y se quemó los dedos escribiendo sobre cómo debía ser el Santiago ideal. Y luego, cuando tuvo la oportunidad, hizo mucho más de lo esperable.
En un Santiago sin los recursos que generan hoy el comercio, la industria y el turismo, este político afiebrado y vigoroso —que había sido el arquetipo del joven de la élite, pero con conciencia social—, consiguió dinero y diseñó un plan maestro que organizó las interacciones urbanas a partir de entonces. Pero no solo eso, apisonó tierras, plantó árboles, encauzó un río, ideó parques y plazas, forestó un triste peñón y lo volvió el mejor y más completo paseo público de Santiago. No contento con eso, ideó planes de descontaminación y subió a la cordillera a ver dónde podíamos juntar agua potable para las posibles sequías, de las que poco se hablaba entonces.
En tres años, Santiago era otra ciudad: el Camino de Cintura, la Alameda de las Delicias, el trazado actual del Mapocho, los bulevares del hoy barrio universitario, el Parque O’Higgins, el Cerro Santa Lucía. Todas obras salidas de un político de tomo y lomo, no de un urbanista, ni de un arquitecto.
Es mucho pedir que venga otro Vicuña Mackenna, pero hay una lección ahí que es sencilla de aprender: no es imposible traducir las promesas (o las ideas) a la realidad cuando efectivamente hay una construcción argumental sólida y una dedicación coherente, lo mínimo esperable para quien va a asumir un cargo de representación pública, cuya existencia está justamente basada en la credibilidad de su discurso. Lo que se construye como argumento debe ser el sustento de lo que se va a hacer y no más que eso, limpiando de adornos los discursos altisonantes y derechamente falaces que escuchamos excesivamente por estos días.
En materia de política, arquitectura y ciudad, cuando la palabra y la acción son iguales, no es una persona quien gana, ni tampoco un municipio, una región o una ciudad: es la sociedad en su conjunto.