Continuidad y revolución
La verdadera revolución chilena, aunque contradictoria, será aquella que propicie un Chile más libre, justo y humano.
El 19 de diciembre de 2021 fue elegido como presidente en segunda vuelta Gabriel Boric Font. Se enfrentaba a José Antonio Kast, abanderado por ideas difícilmente reconciliables con las del candidato del Frente Amplio y el Partido Comunista. Ese día triunfó el proyecto de lo que fue Apruebo Dignidad. Haciendo un recorrido, vale la pena aprender lecciones de lo que han sido estos tres años.
Marcado el primero de ellos por el proyecto constitucional, muchos celebramos porque se rechazó; sin embargo, nadie se atrevería a decir que ese proyecto, encarnado en el actual gobierno, dejó de existir o influir en el rumbo de Chile. Si hubo una moderación del discurso oficialista, es temporal, más no definitiva; y, evidentemente, no se ha visto reflejada en el ámbito legislativo. Es cosa de ver las partidas de la ley de presupuesto y la insistencia con la que buscaban incluir en ellas la transición de género de niños chicos, la ley Karin, la reforma procesal penal que busca eliminar la presunción de inocencia, la persecución de carabineros y militares a propósito del rol que cumplieron el 18 de octubre y en la macrozona sur, y la reforma fiscal basada en el diagnóstico de que se requiere más Estado, en un contexto en que solo en concepto de intereses el fisco pagará $4.400 millones de dólares el año 2025.
El segundo año se afirmó la baja popularidad del gobierno, golpeado olímpicamente por el Caso Convenios, que sigue vigente en sede judicial y administrativa, pero olvidado en los medios de comunicación. Se impuso, además, por la vía de los hechos, la seguridad como la prioridad nacional número uno. Ello lo capitalizó el Partido Republicano mejor que nadie. Sin embargo, el segundo proceso constitucional, que lideraron apoyados por un amplio espectro político, resultó rechazado también, continuando la incertidumbre institucional que arrastramos desde 2019.
Por último, los protagonistas del último de estos tres años de gobierno han sido definitivamente la corrupción, el mal manejo político de situaciones delicadas y las elecciones municipales. A este respecto, siguen los escándalos de platas mal utilizadas, tráfico de influencias en la Corte Suprema y el Caso Monsalve. No parece que el rumbo del país sea el correcto; y el problema no es la preparación intelectual de quienes nos gobiernan, sino las ideas que proponen. La mala noticia para ellos es que, lejos de la revolución que esperaban, resultaron no ser más que la continuidad.
En efecto, han sido la continuidad de las reformas educacionales de Bachelet así como también de las tributarias, del crecimiento del Estado, la incertidumbre del 18 de octubre, del proyecto constitucional fracasado de la primera convención, de la inseguridad vivida en todas las comunas de Chile, de la restricción a los créditos desde la pandemia, y de la negación de los 30 años. Y digo continuidad, porque hoy la revolución contra lo establecido sería detener el crecimiento del aparato estatal, devolverle la decisión de elegir colegio a las familias, fijar un plan urbano y de infraestructura que contemple muchas y amplias concesiones privadas, permitir el lucro, avanzar en el CAE, afirmar el sistema de capitalización individual que hace de todos los chilenos propietarios, detener la incertidumbre que desangra a Chile, acortar la lista de espera con mejor gestión y otorgar un marco estable y eficiente (deben concurrir ambas condiciones) de permisos administrativos.
La verdadera revolución chilena, aunque contradictoria, será aquella que propicie un Chile más libre, justo y humano. Parece una locura, pero resulta que además de ser altamente popular, es lo que por deber corresponde. Este es el llamado de las jóvenes generaciones que estamos comenzando nuestra vida pública.