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29 de Agosto de 2011

Exclusivo: “El Horror de Berkoff”, un adelanto

El próximo 8 de septiembre, nuestro columnista Francisco Ortega, presenta su tercer novela, editada por Forja. El "Horror de Berkoff" es una relato macabro y monstruoso, pero también una historia de amor, amistad y secretos de infancia que regresan cuando menos se espera. Algunos fantasmas se pueden tocar. Lo que sigue es, en exclusiva para El Dínamo, el inicio del libro.

Por Redacción
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INFANCIA

 

1

 

Agosto 1980

Los amigos imaginarios existen, todos los niños los tienen. Y aunque algunos no son más que una idea, otros, como los de Pablito Clausen, te pueden matar. Emilia y los chicos no habían cumplido seis años la última vez que lo vieron, una tarde lluviosa que pasaron entera dibujando y pintando el invierno en colores brillantes. Al día siguiente, la tía Sarita, profesora del kindergarten y mamá de Emilia, les contó que algo le había ocurrido a Pablito. No especificó si era algo bueno o malo, sino simplemente algo. Luego, entre lágrimas, les inventó que estaba enfermo y que había muerto durante la noche. Para algunos de los niños era primera vez que les hablaban de la muerte; también que veían a un adulto llorar de miedo. Aunque claro, ninguno se dio cuenta de que era miedo lo que sentía su profesora.

Antes de la hora de almuerzo, y con los papás presentes para que ninguno de los chiquillos se asustara o hiciera preguntas complicadas, les conversaron acerca de la muerte. El pastor Geeregat, rector del colegio, profesor de historia, esposo de la tía Sarita y papá de Emilia, improvisó una linda fábula acerca del tránsito a la otra vida y les aseguró que como Pablito era solo un niño, ya estaba en compañía de Dios Padre, transformado en un ángel de las alturas, porque de los niños era el reino de los cielos. Además, continuó, como todos eran salvos que habían aceptado a Cristo como su legítimo salvador, el día de la segunda venida de Jesús, cuando finalmente viniera el arrebatamiento de la Iglesia, se iban a encontrar con su amigo en el cielo, por la gracia y el poder de la sangre del Señor.

Amenizaron la reunión con galletas y chocolate caliente demasiado azucarado, tanto como la propia sangre de Jesús.

Ese día los dejaron volver temprano a casa. Pércival Guidotti se fue en silencio con su padre, pensando en la muerte de su propia madre, a la que nunca conoció. Juan José Birchmeyer no pronunció palabra alguna durante el trayecto al fundo patronal, aunque su madre, una de las pocas católicas del pueblo, comentó que eso pasaba por tratarse de niños no bautizados. Guillermo Geissbüller cubrió, como cada tarde, su rostro al salir a la calle y tampoco abrió la boca, o aquello que tenía por boca, al subirse al viejo auto de la familia. Emilia Geeregat lloró de pena porque quería mucho a Pablito, mientras Martín Martinic solo se preguntaba cómo iba a hacer para recuperar un camión a control remoto que le había prestado al muerto la semana pasada. Su madre lo tranquilizó prometiéndole que ella iba a ir por el juguete cuando se calmaran las aguas. Nunca cumplió la promesa. Fue la primera de muchas que no cumpliría en su vida y, aunque estaba lejos de ser la más relevante de sus fallas, a la larga fue la que más le importaría a su hijo.

Enterraron a Pablito Clausen dos días después. El ataúd fue velado en el templo del colegio y la ceremonia la encabezó el pastor Geeregat, acompañado por ministros de las distintas congregaciones evangélicas del pueblo. Apoderados, profesores y alumnos de todos los cursos estuvieron allí, la mayoría ubicados de pie junto a la salida de la capilla. En primera fila dispusieron a los veintitrés compañeritos de kindergarten del niño muerto, todos vestidos de impecable uniforme. Solo faltó Guillermo, por la evidente razón de que tendría que haberse expuesto a la vista de quienes no eran sus cercanos y amigos.

El mensaje del papá de Emilia fue hermoso y copado de palabras de esperanza. Se habló de resurrección, de eternidad y de la certeza de que todos, niños y adultos, disfrutarían de la promesa de una vida nueva, corriendo sobre prados de seda verde, bebiendo de ríos de leche y miel y jugando con leones y tigres, que allá arriba pastarían mansos como ovejas y corderos.

En el cielo no habría mal ni sufrimiento, ni mucho menos carnívoros.

Congelados en su silencio, los ahora seis integrantes de la familia de Pablito se posicionaron en la fila de enfrente. Tenían pena, pero también culpa. Eso de no hacer caso a los niños porque los niños inventan todo les pesaba; porque, claro, no era cierto: los niños nunca inventan nada, no tienen una imaginación tan poderosa, simplemente dicen lo que ven. Y cuando un niño siente miedo en la mitad de la noche es porque está observando algo que en verdad lo aterra. Como los amigos imaginarios, los terrores nocturnos existen, son reales; los menos como idea, los más te pueden matar. A veces, como en el caso de los de Pablito Clausen, son la misma cosa.

Pero los adultos jamás van a entender ese tipo de miedo. Los suyos propios se limitan a las deudas, amores no correspondidos, perder la casa o el trabajo, apenas un pálido reflejo de lo que enfrenta un niño cada vez que apaga la luz de la mesa de noche. Los monstruos, los verdaderos monstruos, son harto más que solo mucha ropa arrugada y amontonada en una silla al fondo del dormitorio. Por eso también se orinan en las sábanas; no porque sean incapaces de aguantar; lo que no pueden hacer es levantarse e ir al baño. Los niños saben lo que hay bajo el colchón, han visto eso que los acecha cuando cae la oscuridad. Y no son sombras ni crujidos provocados por cambios de temperatura —como justifican luego los padres—: es algo que está vivo, que los busca, que los molesta, que les hace daño; algo que los agarrará y los llevará lejos si se atreven a bajar de sus camas después de medianoche.

 

Descarga los primeros 2 capítulos desde el sitio oficial del libro: http://www.berkoffnovela.com/


 

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