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Actualizado el 25 de Noviembre de 2020

Santiago tiene una pena: Orgullo y destrucción

Acá en Inglaterra la noticia al día siguiente era que España había perdido (no que Chile había ganado), que una banda de chilenos había vulnerado la seguridad del Maracaná y que en Santiago las pérdidas eran millonarias. Se coronaba la noticia con un bus consumido por las llamas, no con Alexis, no con Aranguiz, no con Vargas.

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Ezio Costa es Abogado y académico de las facultades de Ingeniería y Derecho de la Universidad de Chile. Integrante de la Red Transdisciplinaria de Medio Ambiente (PROMA) e investigador del Centro de Regulación y Competencia (RegCom). Es director ejecutivo de la ONG FIMA. @eziocosta

La semana pasada, de manera muy rápida, pasé del orgullo de ser chileno, a la tristeza. De la euforia de vencer al conquistador al dolor de ver la violencia contenida – o no tan contenida-. Quizás pesa mucho el hecho de que actualmente estoy fuera del país y las cosas se viven distintas, quizás porque de principio sentí nostalgia al ver la Plaza Italia que me toca cruzar al menos dos o tres veces al día cuando me desplazo entre mis obligaciones laborales, un sector de Santiago que vivo, que siento, que de alguna manera me pertenece, al igual que nos pertenece a todos y todos le pertenecemos. Quizás pesó- estoy seguro que pesó- el no poder haber vivido ese partido en un país, mi país, que vibró entero mientras acá yo era un loco que gritaba desde su ventana en un idioma inentendible y salvaje con una bandera de un país extraño.

No puedo aunque quisiera dejar de mezclar mis sentimientos en esta columna, porque presumo que los míos y los de muchos están muy ligados a lo que voy a exponer. Porque recuerdo llorar con mi padre y mi hermana en el estadio cuando Orellana nos dio el triunfo ante Argentina, el único. Porque me acuerdo de don Sergio, don Mario, don Ítalo y como nos enseñaron a querer a nuestro país, siendo que todos ellos eran inmigrantes. Me acuerdo – o más bien me imagino- a todos los otros dones que han hecho lo mismo, los padres, los tíos, las abuelas, las hermanas. De lo felices que todos ellos hubieran estado el miércoles con el 2-0.
Después que Chile dio cuenta de España, el país era un carnaval. Vi fotos de mis colegas en la calle con banderas y pintura, de mis amigos exultantes de felicidad, de mi familia con una alegría que merecen. Todos agrupándose en el que es el punto de comunión de Santiago, alrededor de ese hombre a caballo que le da nombre a una plaza que a pesar de los esfuerzos oficiales, siempre será la Plaza Italia; de las columnas de gente por esa calle que al igual que la plaza, no dejará nunca su nombre popular.

Pero rápidamente el panorama cambió, arremolinados entre los festejos, grupos de personas empezaron a cambiar la emoción del triunfo por violencia, primero leve, después más grave. Partieron por derribar las barreras que dividían el mundo entre el pueblo y el señor en caballo en el medio de la plaza, la ocuparon, montaron sobre el caballo, hasta ahí quizás poético. Pero luego montaron sobre paraderos, rallaron las paredes, rompieron las vitrinas, sacaron los carteles, quemaron los buses, alardearon su violencia, bloquearon las calles, apedrearon lo que viniera, incluso algunos desalmados innovadores intentaron quemar algunos árboles. Acá en Inglaterra la noticia al día siguiente era que España había perdido (no que Chile había ganado), que una banda de chilenos había vulnerado la seguridad del Maracaná y que en Santiago las pérdidas eran millonarias. Se coronaba la noticia con un bus consumido por las llamas, no con Alexis, no con Aranguiz, no con Vargas.

Lo que se suponía era un carnaval, la alegría y la comunión del pueblo, terminó en la destrucción de algunos bienes privados y muchos e importantes bienes públicos. Y la reacción fácil y fanática sería decir que son grupos anarquistas, extremistas, anti- sistema y que la policía debería hacer algo; dejar todo en la barrera que separa el bien del mal y mandar a nuestros defensores de esa línea a lidiar con el problema mientras nos mantenemos en el sitial cómodo de la crítica moralista y centrada en esos individuos sin rostro.

Y a pesar de que no quiero seguir ese acercamiento, tampoco quiero, porque no puedo, ofrecer soluciones.No puedo en primer lugar porque no sé cuál es exactamente el problema, pero por sobre todo no puedo porque ni siquiera sé cuáles son sus causas. ¿Es el problema que esta gente tiene rabia o frustración como interesantemente propone Carolina Valenzuela en otra columna en este medio? Y si es así, ¿de dónde proviene esa rabia? ¿Es una rabia difusa contra la frustración que produce el sistema económico, como propone Zizek en su “el año que soñamos peligrosamente”? ¿El agotamiento del modelo que sugiere Mayol? ¿Es la inequidad? ¿La distribución del poder? ¿El mero violentismo? ¿Estadio Seguro? ¿La reforma educacional? ¿El neo-liberalismo? ¿La corrupción? Ni siquiera sé si hago las preguntas correctas, pero sí creo que alguien tiene que hacerse preguntas al respecto y contestarlas, para diseñar una manera de evitar que esto siga sucediendo.

De lo que estoy convencido es que la solución no va a pasar por simplemente encarcelar a los autores materiales, porque las condiciones para que el fenómeno continúe van a seguir siendo las mismas. También creo que es muy poco probable que la situación no se repita en el corto plazo, pero al menos podría restringirse en su amplitud. Porque son los mismos en las marchas por cualquier cosa, en los festejos, en cualquier oportunidad que tengan. Las causas de la reunión masiva son, como vemos, irrelevantes. Incluso en una protesta dirigida a la autoridad para que se preocupe de defender el medio ambiente, hay un grupo de personas que se dedica a destruir parte de él y que es la parte en que la mayoría habita.

Las ciudades concentran a un 87% de los chilenos. Santiago es el hogar de un tercio de los compatriotas y además de sufrir tantos problemas para ser un medio ambiente medianamente aceptable para vivir, tiene que arreglárselas con que cada cierto tiempo sus propios habitantes, hastiados de quizás cuantas cosas, se vuelvan contra ella y arremetan contra los pocos bienes que como colectivo somos capaces de mantener. Bienes que impactan en la calidad de vida de todos: los paraderos, los buses, el patrimonio cultural e incluso el escaso patrimonio ambiental como son los árboles que luchan por darnos un poco de sombra y oxígeno.

Y ver esa destrucción de las pocas cosas que nos pertenecen y a las que pertenecemos me llena de rabia, de pena, de una serie de emociones que no puedo describir. Es peor que cuando Chile pierde un partido definitorio. Es peor porque cuando pierde Chile al menos se mantiene el sentimiento de colectivo, de cultura, de grupo, de tribu, de lo que quieran. Pero cuando se quema un bus ese sentimiento se rompe, se hiere. El colectivo se empobrece no solo porque perdemos nuestro medio de transporte, sino principalmente porque perdemos el sentido de grupo, de nación, de equipo.

¿Sabe lo que en realidad más me entristece? Que ver la destrucción de nuestro medio ambiente -en esta escala tanto como en la de los grandes proyectos- me hacen dudar sobre si en verdad existe o alguna vez existió esa comunión, esa chispa de ser chileno, ese sentimiento que nos une. Y para alguien que hace lo posible para defender bienes públicos e intereses difusos ese sentido de colectivo es imprescindible.

Hay que volver a levantarse, convencerse, darle una y mil vueltas, hacer de tripas corazón y ponerle el hombro. Convencerse de que el sentimiento existe y no porque un comercial bien hecho nos lo recuerde, sino porque en realidad lo sentimos y deseamos el bien del colectivo, de la nación, de Chile.

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