¿La calle o las urnas?
"Ciudadanos, políticos y comunicadores, tienen el deber de evaluar con sobriedad los hechos y confiar en que serán los procesos democráticos los que definirán si existe o no, en la calle, una mayoría absoluta".
Patrick Poblete es Investigador en Instituto Res Publica.
La agitación vista en nuestro país durante los últimos días es señal de un legítimo anhelo social por mejores condiciones de vida: progreso, dignidad, seguridad y estabilidad.
Chile ha visto un crecimiento y desarrollo que es indudablemente excepcional en la región. La reducción de la pobreza, la cobertura en educación, el acceso casi universal a servicios básicos o la estabilidad de sus instituciones, han sido razón de celebración toda vez que destaca en comparación a nuestros vecinos.
Hoy es claro que todo este desarrollo no ha sido suficiente, o al menos, no lo suficientemente veloz. Teniendo siempre presente la trampa de los países que se acercan a superar el subdesarrollo, es un error entrar en pánico y pretender resolver este ímpetu fuera del sistema político o democrático.
Existen dos almas de los sucesos que hemos visto: la expresión social y el vandalismo.
Nuestro país en su historia reciente ha vivido manifestaciones con mayor convocatoria que las vistas en estos últimos días; como las del 2006, 2011 y 2018. Si fue posible conducir aquella tensión a través del aparato democrático y las instituciones, sería contraproducente evaluar caminos alternativos y drásticos como una asamblea constituyente o reformas en torno a acercarnos a un sistema parlamentario. Es imprudente definir el país de las próximas generaciones en un par de ajetreadas semanas.
Entendiendo que existen las herramientas para descomprimir el descontento social, y que lo faltante es agilidad legislativa y acuerdos políticos, no podemos dejar de cuestionarnos el efecto que ha tenido la violencia y el vandalismo del cual hemos sido testigos. Comercio y servicios saqueados, estaciones de metro incendiadas, mobiliario público destruido y vecinos teniendo que organizarse para defender sus barrios, son hechos que deben preocupar de forma transversal y que ameritan una condena de todos los actores políticos, institucionales y sociales. Los peligros más inminentes que acechan a nuestra democracia son el de aquellos que relativizan y tratan de dar contexto a la violencia en una tónica propia de la lucha de clases o que algunos caudillos busquen ofrecer soluciones globales y simples, a problemas particulares y complejos.
Han sido muchas las teorías que se han impreso en el debate público para tratar de explicar lo sucedido. El desprestigio de la política, la falta de sociedad civil y la jubilación del modelo son algunos de los argumentos esbozados. Una responsabilidad que no ha sido suficientemente explicitada es la de aquellos que enarbolan y exacerban a la calle, reivindicando la protesta y la presión social como único —o máximo— mecanismo para hacer política. Esta rutina de presión o arenga constante a la calle genera expectativas en la ciudadanía que poco a poco se transforman en frustración. Puede verse lo anterior cuando existen grupos no mayoritarios en cantidad pero que con mucho ímpetu presentan sus demandas, frente a grupos más silenciosos, pero completamente mayoritarios, y que utilizan los canales institucionales para expresarse: las elecciones.
Son las elecciones, el acto del sufragio, el elemento máximo de participación cívica y la más potente herramienta que poseemos los ciudadanos para influenciar la realidad del país. Las manifestaciones son legítimas e incluso deseables, pero lo son para influir en las elecciones y en el proceso de toma de decisiones y no para pretender reemplazarlos. Es allí cuando existe una responsabilidad -o irresponsabilidad- de aquellos que aprovechan este impulso para proponer acciones rotundas que no conversan con la fortaleza institucional que nos ha caracterizado como país. Ciudadanos, políticos y comunicadores, tienen el deber de evaluar con sobriedad los hechos y confiar en que serán los procesos democráticos los que definirán si existe o no, en la calle, una mayoría absoluta.