Secciones
Opinión

¿La calle o las urnas?

“Ciudadanos, políticos y comunicadores, tienen el deber de evaluar con sobriedad los hechos y confiar en que serán los procesos democráticos los que definirán si existe o no, en la calle, una mayoría absoluta”.

La agitación vista en nuestro país durante los últimos días es señal de un legítimo anhelo social por mejores condiciones de vida: progreso, dignidad, seguridad y estabilidad.

Chile ha visto un crecimiento y desarrollo que es indudablemente excepcional en la región. La reducción de la pobreza, la cobertura en educación, el acceso casi universal a servicios básicos o la estabilidad de sus instituciones, han sido razón de celebración toda vez que destaca en comparación a nuestros vecinos.

Hoy es claro que todo este desarrollo no ha sido suficiente, o al menos, no lo suficientemente veloz. Teniendo siempre presente la trampa de los países que se acercan a superar el subdesarrollo, es un error entrar en pánico y pretender resolver este ímpetu fuera del sistema político o democrático.

Existen dos almas de los sucesos que hemos visto: la expresión social y el vandalismo.

Nuestro país en su historia reciente ha vivido manifestaciones con mayor convocatoria que las vistas en estos últimos días; como las del 2006, 2011 y 2018. Si fue posible conducir aquella tensión a través del aparato democrático y las instituciones, sería contraproducente evaluar caminos alternativos y drásticos como una asamblea constituyente o reformas en torno a acercarnos a un sistema parlamentario. Es imprudente definir el país de las próximas generaciones en un par de ajetreadas semanas.

Entendiendo que existen las herramientas para descomprimir el descontento social, y que lo faltante es agilidad legislativa y acuerdos políticos, no podemos dejar de cuestionarnos el efecto que ha tenido la violencia y el vandalismo del cual hemos sido testigos. Comercio y servicios saqueados, estaciones de metro incendiadas, mobiliario público destruido y vecinos teniendo que organizarse para defender sus barrios, son hechos que deben preocupar de forma transversal y que ameritan una condena de todos los actores políticos, institucionales y sociales. Los peligros más inminentes que acechan a nuestra democracia son el de aquellos que relativizan y tratan de dar contexto a la violencia en una tónica propia de la lucha de clases o que algunos caudillos busquen ofrecer soluciones globales y simples, a problemas particulares y complejos.

Han sido muchas las teorías que se han impreso en el debate público para tratar de explicar lo sucedido. El desprestigio de la política, la falta de sociedad civil y la jubilación del modelo son algunos de los argumentos esbozados. Una responsabilidad que no ha sido suficientemente explicitada es la de aquellos que enarbolan y exacerban a la calle, reivindicando la protesta y la presión social como único —o máximo— mecanismo para hacer política. Esta rutina de presión o arenga constante a la calle genera expectativas en la ciudadanía que poco a poco se transforman en frustración. Puede verse lo anterior cuando existen grupos no mayoritarios en cantidad pero que con mucho ímpetu presentan sus demandas, frente a grupos más silenciosos, pero completamente mayoritarios, y que utilizan los canales institucionales para expresarse: las elecciones.

Son las elecciones, el acto del sufragio, el elemento máximo de participación cívica y la más potente herramienta que poseemos los ciudadanos para influenciar la realidad del país. Las manifestaciones son legítimas e incluso deseables, pero lo son para influir en las elecciones y en el proceso de toma de decisiones y no para pretender reemplazarlos. Es allí cuando existe una responsabilidad -o irresponsabilidad- de aquellos que aprovechan este impulso para proponer acciones rotundas que no conversan con la fortaleza institucional que nos ha caracterizado como país. Ciudadanos, políticos y comunicadores, tienen el deber de evaluar con sobriedad los hechos y confiar en que serán los procesos democráticos los que definirán si existe o no, en la calle, una mayoría absoluta.



El Papa

El Papa

Si para alguien como Milei la paz lograda después de la II Guerra “nos volvió débiles” y ello ha abierto camino a lo peor de nuestro tiempo, Francisco invita a aprender de la debilidad, a entender que el éxito no es una virtud y que los “looser”, lejos de ser despreciables, debieran estar al centro de la preocupación y el interés de los “winner”.

{title} Patricio Fernández




El mejor

El mejor

Francisco hizo lío, y propuso hacer lío. Es que la evolución implica lío, ruptura y cierto caos positivo para acercar la Iglesia a la gente y aceptar la integración de esa Iglesia con la evolución del mundo.

{title} Guillermo Bilancio