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Actualizado el 24 de Noviembre de 2020

Sobre la dignidad de los parásitos: Tiempos de ira y parasitismo

"Al contrario de lo que pueda parecer, Parásitos no nos habla principalmente de la pobreza, ni de la lucha de clases, sino de la ausencia de dignidad de los marginados y de su deshumanización".

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Rodrigo Escribano es Académico de la Facultad de Artes Liberales de la Universidad Adolfo Ibáñez.

En los márgenes de un salón opulento hay una puerta que se abre. Un niño, curioso, le arroja una mirada inconsecuente a la negritud densa que emerge de su marco. Más allá, solo ve una escalera aterradora, que conduce al subsuelo. De repente, el niño se congela de pavor y extrañeza: un fantasma se asoma. Su rostro, lienzo de suciedad; sus dientes, puñales de hambre; su gesto, grito sordo que anuncia un ansia irresistible de presencia, de reconocimiento. El niño es solo el vástago de una familia pudiente; el fantasma, solo un pobre que habitaba en el sótano. La escalera abisal que los separa es metáfora lúcida de la brecha profunda que desangra a las democracias del mundo contemporáneo. No es casual que la película que nos brinda esta historia, la magistral Parásitos de Bong Joon-ho, haya alcanzado tan altas cotas de éxito.

El filme nos arroja sin ambages a la contemplación de las fracturas que mantienen en jaque la cohesión de nuestras sociedades. Al contrario de lo que pueda parecer, Parásitos no nos habla principalmente de la pobreza, ni de la lucha de clases, sino de la ausencia de dignidad de los marginados y de su deshumanización. Al fin y al cabo, los desheredados que pueblan las escenas de la película parecen lo suficientemente hábiles como para paliar su desigual acceso al consumo con astutos ardides que van vaciando los bolsillos de sus jefes para llenar razonablemente bien sus estómagos. El problema es otro: su necesidad de devorar ocultamente los restos arrojados por sus amos, su manifiesta invisibilidad y, sobre todo, su hedor, el hedor penetrante de los sótanos urbanos en que se ven obligados a habitar.

El problema no es, por tanto, uno meramente econométrico. Como sugirió en su último libro Francis Fukuyama, las teorías utilitaristas del comportamiento humano legadas por la economía clásica no nos sirven para explicar las súbitas explosiones de ira que presiden la vida de las democracias modernas. Según el pensador estadounidense, el comportamiento humano estaría determinado por el thymós, concepto helénico que hace referencia a un ámbito del alma autónomo de la racionalidad y de la búsqueda del placer físico (comida, opiáceos, sexo bulímico, etc). Se trataría de una querencia irreprimible de que los otros reconozcan nuestra valía y nuestro estar en el mundo. La película narra cómo esa falta de reconocimiento que experimentan sus protagonistas acaba desembocando en una tragedia homicida. ¿Cómo se podría haber evitado? Lo preocupante es que los personajes de Bong Joon-ho, ya sean ricos o pobres, no ofrecen respuesta a esta pregunta. Todos se parecen demasiado a los “últimos hombres” pergeñados por Nietszche y por Kojève: buscadores extraviados de satisfacción personal que carecen de un ideal elevado que dote a su coexistencia de sentido.

No es de extrañar que, en el mundo real, tan plagado de personajes de esta guisa, triunfen por igual los esencialismos identitarios (refugio de emergencia para los invisibles) y los estallidos desnortados de ira colectiva. ¿No será tiempo de replantearnos en serio cómo universalizar la dignidad desde el respeto a la libertad? Tal vez este sea, más allá de las crisis sanitarias y ecológicas, el gran reto político que tienen ante sí las democracias del mundo.

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