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¿De qué forma la serie Adolescence nos interpela como personas adultas?

Por lo tanto, en la trama, el asesino no es un niño, es el sistema social, educacional, judicial y familiar que dejó de verlos, lo que nos interpela como adultos: ¿qué haremos? ¿Cómo cuidaremos a los niños y niñas? ¿Como cuidaremos y criaremos sin transmitir estereotipos de género que conlleven a relaciones poco sanas o violentas?

A raíz de la nueva miniserie de Netflix llamada “Adolescence” han aparecido muchas reflexiones y comentarios, porque efectivamente abre la discusión de múltiples temas que están en la cotidianidad y los tomamos como naturales, cuando no lo son. Uno de estos es la adolescencia.

Los adultos, padres, madres, cuidadores y cuidadoras nos quejamos de esa etapa del desarrollo, tanto en conversaciones con amistades, familia, como en la consulta psicológica. En esta última, frases frecuentes como “son insoportables, se encierran, no hablan…”, seguidas de otras como “nada que hacer, son adolescentes”, parecen una especie de renuncia, de abandono de la ardua tarea que implica educar y cuidar en esta etapa. La adolescencia es entonces una sentencia con una condena de 5 años y 1 día, si aproximamos la cuenta desde la pubertad hasta los 18 años. Podemos ir a “visitarlos” donde ellos y ellas se han encerrado en —sus habitaciones—, en los momentos en que nos permiten hacerlo. Decir: “es adolescente, ya se le pasará” no nos da un pase gratis para no involucrarnos, lo que es riesgoso porque esta etapa es un tránsito imposible de hacer sin, al menos, un adulto que acompañe, oriente, escuche y pueda poner límites cuando sea necesario.

En la serie se ve a jóvenes insertos en un mundo de adultos que están igual o más perdidos que ellos y ellas: un colegio con docentes sobrepasados, unos padres y madres desconectados y un sistema de justicia adultocéntrico que intenta parecer empático con las necesidades de un menor de edad, pero que en realidad es violento y, al igual que el resto de los adultos, no los escucha ni ve cómo piden ayuda a gritos.

La trama está atravesada por diversos temas que nos afectan también cotidianamente, como es el uso de smartphones y redes sociales en la pubertad y adolescencia. Vemos la hiperconectividad, al mismo tiempo que la distancia del entorno físico. Esto es complejo y, más aún, en un momento vital para la construcción de la personalidad, la subjetividad y las pautas de relación, para lo cual se van tomando modelos de masculinidad y femineidad y/o de otros géneros, necesarios para habitar el mundo y vincularse con los demás.

Pero ¿qué ocurre si se navega solo o sola en este momento confuso y angustiante? Se hace más difícil el proceso de identificar quiénes somos, con qué género nos identificamos más y cómo nos deseamos relacionar. Al estar sin certezas y a veces sin adultos, son las redes sociales las que muestran un camino lleno de alternativas y, en caso de que esto les resulte angustiante, también pueden otorgar certezas. Esto último es el caso de la serie, cuando muestra la influencia que pueden tener grupos extremistas en estas plataformas, como los llamados incels, que basan su odio en el supuesto de que las mujeres les niegan su derecho a tener relaciones sexuales. Estas ideas, han generado violencia de toda índole hacia las mujeres, hasta incluso asesinatos.

Cabe preguntarse, entonces, ¿la adolescencia actual, especialmente la masculina, se constituye a partir del odio? ¿De la venganza hacia un género distinto? El deseo por ser deseado y la frustración por no serlo, ¿puede hacer emerger tales niveles de ira y venganza? En la trama se cuestionan los roles de género y la diferencia sexual, con lo que nuevamente se muestra que son las mujeres las que quedan expuestas a la violencia por haber cometido una supuesta violencia “primaria”, que sería el rechazo de las mujeres a tener relaciones sexuales, como si la libertad sexual y el consentimiento no fueran derechos, sino privilegios que solo los hombres pueden tener.

En este escenario, es importante poner sobre la mesa que los adolescentes, al sentirse abandonados y rechazados, proyectan esa frustración en las mujeres, cuando muchas veces es la familia, la escuela y la sociedad quienes los han abandonado. Desean reestablecer certezas de jerarquías de poder donde los hombres mandan y las mujeres acatan, pero como no ocurre de esta manera, se frustran y alguien debe pagar. Ese orden que anhelan ya no es tal, sin embargo, como adultos no les estamos mostrando caminos alternativos respecto de cómo desarrollar una masculinidad distinta a la hegemónica y machista, para que puedan elegir algo diferente y construir sus relaciones desde otra mirada, en vez de resentirse y odiar.

Por lo tanto, en la trama, el asesino no es un niño, es el sistema social, educacional, judicial y familiar que dejó de verlos, lo que nos interpela como adultos: ¿qué haremos? ¿Cómo cuidaremos a los niños y niñas? ¿Como cuidaremos y criaremos sin transmitir estereotipos de género que conlleven a relaciones poco sanas o violentas?

No hay respuestas inmediatas. No hay, como en una serie, un capítulo final que brinde todas las soluciones, pero sí mucho espacio para la reflexión y para hacernos cargo del sufrimiento, desvalimiento y confusión que viven las adolescencias.



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