
Chile ama el emprendimiento. Nos encanta decir que somos un país de emprendedores. Que aquí cualquiera puede levantar una idea y cambiar el mundo. Y es cierto, hay algo en nuestra cultura que empuja a crear, a probar, a inventar.
Pero hay algo igual de profundo que tira para el otro lado: el miedo a equivocarse. Y no es una sensación ligera. Es un freno real, instalado desde la sala de clases hasta las reuniones con inversionistas.
Según el último informe del Global Entrepreneurship Monitor (GEM) 2024/2025, recién publicado, un 46,6% de los chilenos dice que el miedo al fracaso les impide emprender. ¿Se imaginan el costo de eso? Casi la mitad de quienes podrían estar creando valor, no lo hacen porque temen no estar a la altura. Temen fallar y no poder volver. A mí no me lo contaron. Lo veo a diario.
Hace casi diez años organizamos en el IF una serie de encuentros llamados FuckUp Nights, donde emprendedores contaban sus fracasos con honestidad, con humor, con dolor también. Y era impactante ver cómo, cuando alguien se paraba a decir “la embarré”, lo que generaba no era rechazo. Era un alivio. Era identificación. Era aprendizaje.
Pero eso pasaba en un círculo muy pequeño. En el resto del país, el fracaso sigue teniendo una carga pesada. Si te va mal, difícilmente vas a conseguir otra oportunidad. Te cierran las puertas del financiamiento, del reconocimiento, de las redes.
Por ejemplo, en Silicon Valley, uno de los ecosistemas más influyentes del mundo, muchos fondos de inversión prefieren emprendedores que ya han fallado, porque eso demuestra resiliencia y aprendizaje en el terreno real. En Estados Unidos, los pitch de startups suelen incluir una parte donde los fundadores explican qué aprendieron de sus errores pasados, y eso suma puntos. En cambio, en Chile, el que tropezó queda “marcado”. Como si el error fuera algo vergonzoso, y no parte natural del camino. Y eso nos está saliendo carísimo como país.
No solo porque se pierden oportunidades de negocio, sino porque perdemos capital humano. Personas talentosas que podrían estar resolviendo grandes desafíos públicos y privados, pero que se quedan a medio camino por no saber cómo será leída su caída. Perdemos ideas. Perdemos innovación. Perdemos coraje.
Si de verdad queremos construir un ecosistema potente y resiliente, el cambio no puede ser solo en las políticas públicas o en los fondos de inversión. Tiene que partir en la cultura. Necesitamos enseñar a equivocarse. En la universidad, en el colegio, en los programas de liderazgo.
Y también tenemos que dejar de mirar con lástima al que tropezó. O con juicio. Hay que empezar a mirar con respeto al que se atrevió.
Porque emprender no es un camino limpio, ni lineal. Es una ruta con baches, desvíos, callejones sin salida y vueltas inesperadas. Y si vamos a fomentar el emprendimiento como motor de desarrollo, entonces hay que hacerle espacio completo: con aciertos y con errores. Castigar el fracaso no solo es injusto. Es antieconómico.
Porque cada idea que no nace por miedo, cada emprendedor que no vuelve a intentar, cada innovación que muere antes de tiempo… es una pérdida para todos. Chile tiene el talento. Tiene la energía. Tiene las ideas. Ahora necesitamos tener la cultura para sostenerlas, incluso cuando se caen.