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Vals del equilibrio

Apenas cuenta que quiere volver y, como ha pasado ya tantas veces antes, el corazón de varios se detiene. O, para ser justos, de casi todos en este país.

Apenas cuenta que quiere volver y, como ha pasado ya tantas veces antes, el corazón de varios se detiene. O, para ser justos, de casi todos en este país. El icono de la cantautoría latinoamericana, excepcional en toda sus obras de los setentas y ochentas, anuncia visita para septiembre próximo con dos fechas en el Movistar Arena y las entradas vuelan en cosa de horas y el entusiasmo por ver al viejo trovador de 78 años de edad explota en medios y conversaciones como si se hablara del desembarco de una estrella del mundo urbano.

Tal como en 2015 y 2018 en ese mismo escenario o en las tantas veces que el hombre que no sabe lo que es el destino ayudó a inspirar el de muchos en este país, Silvio Rodríguez materializa nuevamente la más improbable de las proezas de esta era y, sobre todo, de esta era en particular: unirlos a todos en una canción. Lo insólito, sin embargo, es que esa nunca fue su intención.

Tal como ha recordado muchas veces, a Silvio lo invitaron por primera vez a Chile en 1972 por ser “rojito y no rosado”. Lo convoca Gladys Marín y hasta Víctor Jara lo va a esperar a Pudahuel. Llega al país invitado a un encuentro de trovadores y se reúne en tres oportunidades con Salvador Allende en ese corto primer desembarco. Luego, ya en dictadura, vino el mito y la censura, pero nunca el olvido. Como tantos otros de su perfil, sus canciones no se programaban en radios, pero todos las conocían y las escuchaban. Cubano, “rojito” y todo, el hombre del Unicornio Azul tuvo todo para caer en el cajón de los prejuicios de gente de mentes estrechas y corazones cobardes. Pero no. Quizás como un caso único en su especie, se oye y se repite en fogatas y reuniones de partido; en peñas de cenicero de concha marina y vino navegado, y en homenajes clandestinos.

Pero también en casas de oídos sensibles y en el repertorio de noveles cantautores afines al régimen y de jóvenes de mundos acomodados y atrapados con total justicia por el trazo romántico, sensible y rotundo de temas como Te Amaré, Te doy una canción y Por Quien Merece Amor. Melodías que también fueron puerta de entrada al compilado completo -quizás también regrabado-, donde aparecían las “más políticas” como El Mayor, Debo Partirme en Dos y Fusil contra Fusil. Curioso, pero justo ahí, en esa zona borrosa y contradictoria del sentir de una generación fracturada y dividida por convicción o contexto de época, no existió el sesgo ni la caricatura que sí abundó en los medios y la oficialidad de esos días con su repertorio.

El discurso convenido, el de la industria, insiste que fue el Nacional de Rod Stewart en 1989 el punto de quiebre del despertar generacional post dictadura respecto de la música en vivo. Pero el alma de Chile lo sintió distinto: fue el recital de Silvio en marzo de 1990, en el mismo coloso de Ñuñoa, el que lo cambió todo. Porque ahí no solo hubo alta convocatoria (más de 90 mil en cálculos no oficiales, la más alta en la historia del lugar). Esa cita histórica también rompió el mito, como se apuntó en la prensa de la época, y terminó siendo el reencuentro definitivo con la voz del romance embargado de los 80, del cancionero fotocopiado en la feria de artesanía y el caset sin etiqueta escrita que traficaba para callado la emoción de ese tiempo. Al británico de Hot Legs por cierto que no le pasó lo mismo: su cancionero nunca fue considerado subversivo ni peligroso, pero a Silvio en cambio, para saber simplemente que estaba vivo, hubo que escucharlo en los medios masivos en la voz de Florcita Motuda, que de acuerdo al cubano adjudicó la autoría de Ojalá a un tal “J. Rodríguez”, y en la de Gloria Simonetti, a quien el isleño le agradecería años después su versión de la misma composición con un papelito escrito a mano que le hizo llegar a la chilena y que ella plastificó y perdió en un olvido de cartera.

Conocida también es la anécdota de Ricardo García, ideólogo de la Nueva Canción Chilena y fundador del Sello Alerce, que sonreía pícaro y orgulloso cada vez que contaba cómo había convencido a los censores de la Dictadura ante la objeción de una frase en la canción Santiago de Chile, incluida en Días y Flores (1975), de Silvio Rodríguez, y que eventualmente prohibiría la publicación del registro en el mercado local. “¿Ni con la distancia ni con el vil soldado? No pues, no dice eso. Lo que dice Silvio
es ‘ni con la distancia, ni con el beso dado’”.


Vivezas heroicas que se repetían con orgullo en las oficinas de la etiqueta Alerce hasta que con espanto vieron cómo su ícono, el viejo Silvio, decidió partir en 2003 con todo su catálogo a una multinacional. Mismo espanto que sintieron cuando lo vieron cuestionar a Fidel o aceptar presentarse en otros recintos y dejar de ser aparentemente el que muchos quisieron que fuera por siempre. Pero Silvio, que para muchos representó mucho más que una canción y que siempre quiso ser a la zurda más que diestro y que, por cierto, anunció tempranamente que se muere como vivió, trazó una obra de una humanidad tan profunda, de un calado emotivo tan perecedero, que borró incluso la feroz frontera ideológica de su época y que hoy revive con tanta fuerza en lógicas de blanco y negro. Y así fue como su Ángel para un Final se terminó convirtiendo en el adiós de un icono mediático como Felipe Camiroaga y su rockero cover de El Necio se transformó en un hit radial, finalmente, en la voz de Los Bunkers.

Porque aunque no exista acá intención alguna de blanquear su imagen política con una teoría oportunista y de higienización ideológica -si aquello es posible-, la canción del bueno de Silvio, con todas las formas y fondos de su autor, se las ha arreglado para llegar siempre al final de un viaje y a plena luz donde solo quedan los que puedan sonreír y también sentir al poeta mayor. Al mejor y más libre cantautor de su era.


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