
Pasamos del artista torturado al influencer emocional. Durante décadas el mito del creador atormentado fue una regla no escrita dentro del mundo del arte y, en particular, de la música popular. Sufrir era parte del oficio, rentabilizaba y, más perverso aún, validaba al sufriente autor bajo la dudosa creencia de que sus obras más valoradas provenían del dolor. En los noventas, Kurt Cobain y tantos otros de una generación particularmente afín al quebranto personal fueron elevados al estatus de iconos (muchos de ellos por méritos artísticos objetivos, qué duda cabe), pero no por su bienestar, sino por su peligrosa capacidad de convertir sufrimiento en canción.
Esa narrativa funcionó durante años como una suerte de pacto pérfido entre una industria con poca empatía, medios que alimentaban aquel paradigma y un público impúdico a la hora de presenciar la debacle íntima de su artista favorito. Padecer era parte del cliché, pero la salud mental no era tema, más bien era parte del show y se presentaba a la audiencia con la mayor de las hipocresías posibles: mientras se intentaba hacer creer que se “protegía” la vida privada del músico, poco importaba si el mismo ocaso de esas almas frágiles se vendía como arte.
Hoy el paradigma ha cambiado en las formas y abundan las estrellas que en vez de esconder sus crisis privadas las visibilizan sin el viejo temor de dañar sus carreras. Billie Eilish, por ejemplo, ha confesado tener depresión, auto lesionarse y ser diagnosticada con síndrome de Tourette; mientras que Demi Lovato ha hablado abiertamente sobre su bipolaridad y sus trastornos alimentarios. A comienzos de este año, Bad Bunny suspendió una gira por Europa debido a la depresión y Shawn Mendes hizo lo propio tras revelar que sufría constantes crisis de pánico. La estrella del hip hop Kendrick Lamar ha referido sobre su depresión en discos como To pimp a butterfly (2015) y Ariana Grande ha narrado las dificultades que ha tenido que enfrentar debido a un trastorno de estrés post traumático gatillado después del atentado de 2017 durante un show suyo en Manchester.
Caso paradigmático es el de Logic (Sir Robert Bryson Hall II), rapero norteamericano que en 2017 lanzó un tema titulado 1-800-273-8255 y que en EE.UU. es el número telefónico que se ocupa para la prevención del suicidio. La canción que en su coro reza “no quiero estar vivo, solo quiero morir (…) siento que estoy fuera de mí, siento que mi vida no es mía ¿quién puede identificarse?” se convirtió en un fenómeno y se hizo viral. A pocos días de su estreno permitió que aumentaran en un 27 por ciento las llamadas al mencionado número telefónico y terminó siendo nominada a un premio Grammy. Una mezcla perfecta de activismo y marketing que invita a celebrar su logro altruista, pero también a observar con escepticismo una eventual estrategia de marca.
Hoy se muestra lo que antes se escondía y no hay que confundirse: aquello es un avance concreto en la concientización sobre un tema sensible, urgente y real. Pero la pregunta incómoda también surge cuando hablamos de este nuevo relato del show business. ¿Hasta qué punto aquello es una purga auténtica y no un nuevo capital simbólico a explotar?
El sello personal hoy lo es todo y, en muchos casos, mostrar esa vulnerabilidad de frases virales y filtros estéticos puede ayudar a generar engagement, streams y aquello que podríamos llamar “empatía digital”.
La salud mental como tema ha pasado de ser un tabú a convertirse en una moneda emocional, donde lo íntimo se convierte en contenido y lo doloroso en estrategia. Dicho en simple, el mito del genio atormentado como Cobain y tantos otros cambió por el del artista emocionalmente vulnerable. Pero lo realmente doloroso es que se sigue relevando el sufrimiento artístico, solo que en nuevas plataformas y con otros ritmos y melodías.