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Johannes Kaiser Barents-Von Hohenhagen: rotundo

Tener la razón es, lo confiesa sin pudor, su gran pasión. Una pasión que apenas disimula otra cosa: un cierto pudor ante las emociones.

Johannes Kaiser
Johannes Kaiser

Mi mala fama me precede. La polémica, la controversia, la ironía son territorios que frecuento solo frente a mi computador. Pero una vez en el mismo espacio que el contrario, mi instinto de supervivencia —mezclado con una curiosidad que considero genuina— me lleva a buscar lo que nos une. Puedo escribir, he escrito y probablemente seguiré escribiendo los artículos más virulentos en torno, sobre y a partir de Johannes Kaiser. Pero sentado frente a él, en esa elipsis marcial del Parque O’Higgins, traté de encontrar no un amigo, pero sí un cómplice.

En el plano de las ideas —el único plano que le obsesiona Johannes Kaiser, el único en que parece respirar— la cercanía era, por supuesto, imposible. Pero algo en su tono de caballero antiguo, en su deferencia germánica, en esa timidez no tan oculta, permitió el diálogo. Tener la razón es, lo confiesa sin pudor, su gran pasión. Una pasión que apenas disimula otra cosa: un cierto pudor ante las emociones. Las emociones —derrotas, miedos, amores, rabias, llanto— que uno intuye han pasado por él como una tormenta por un edificio sin ventanas. Todo adentro, nada afuera.

Johannes Kaiser es, entre muchas otras cosas, otra prueba del feliz fracaso de Chile a la hora de imitar las modas políticas del mundo. Ni Ibáñez fue Perón, ni Allende Fidel, ni Pinochet Franco, ni Frei Ruiz Tagle, Menem. Tanto como Boric no logró —por suerte— ser un Pablo Iglesias de medio pelo, Kaiser tampoco es un Trump ni un Milei. La pasión funcionaria chilena —ese amor a la minuta, al reglamento, al horario de oficina— le impide ser verdaderamente impredecible. Eso no le quita virulencia a su discurso ni peligrosidad a ciertos gestos, pero lo devuelve, inevitablemente, a la historia y a la ley. Piensa en alemán pero su fidelidad institucional es hondamente chilena.

Fue media hora de conversación, que pudo haber sido una hora. No estuvimos de acuerdo en nada. O en casi nada. Coincidimos en algo: no existiría como figura pública sin el 18 de octubre ni sin la primera Convención. Intenté explicarle —inútilmente— que nadie ahí se tomaba en serio lo que con tanta solemnidad declaraban, escribían o firmaban. Que en el fondo nadie quería romper la baraja. Pero en política, lo que se siente real es real. La amenaza fue sentida como verdadera y eso bastó. Kaiser es hijo de ese desorden primaveral que detesta con toda su alma, pero que al mismo tiempo lo parió, lo empujó, lo convirtió en lo que es. Difícil no ver en él algunas de las mismas señas de identidad que en sus antagonistas: la virulencia, la ingenuidad, las ganas furiosas de cambiarlo todo. La sensación, en fin, de que —como en Casa de Campo de José Donoso— los papás se fueron y ahora podemos jugar solos a la pieza oscura. Impunemente.



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Hoy le cuentas a los niños y no te creen, no pueden llegar siquiera a imaginárselo: seis equipos distintos y seis barras juntas y revueltas durante la misma tarde. Al menos 66 jugadores, sin contar las bancas y los cambios. Seis cuerpos técnicos, seis guardalíneas, tres árbitros y distintos equipos radiales que iban rotando, supongo, igual que los pasapelotas y los Carabineros.

Felipe Bianchi