
Fueron cerca de diez años los que vivimos junto a mi madre y mi hermano mayor en la Torre 5 de la remodelación San Borja, ese conjunto arquitectónico de 20 edificios construido durante el gobierno de Eduardo Frei Montalva, cuando en las cercanías todavía existía el antiguo hospital de adobe que le dio nombre al barrio.
Ubicadas en las primeras cuadras de la calle Portugal, al lado del Unimarc, al lado de la pequeña y hermosa Iglesia San Francisco de Borja (inspirada en la Sainte Chapelle de Paris, traspasada el año 75 a Carabineros de Chile y quemada estúpidamente para el estallido social del 2019); al lado de la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Chile y en esos años también de la de Periodismo, pegadas a la casa Central de la Universidad Católica, de las fuentes de soda Valle de Oro e Il Sucesso y de un bar de mala muerte llamado El gato negro (en los bajos de la Torre 6, que después supe que de noche hizo por largos períodos las delicias de los funcionarios de la Dina), las torres San Borja tenían como rareza y signo diferenciador unos modernos pasillos en elevación que conectaban dos o tres edificios al mismo tiempo permitiendo una muy extraña intimidad: no se veía nada desde la calle, pero todo desde las ventanas de los edificios.

También había al frente de la torres un parque muy lindo que todavía existe donde solíamos jugar o pololear (cuando soplaban buenos vientos) y en el cual, muchos años después, en marzo de 2012, un grupo de neonazis asesinó a golpes al joven Daniel Zamudio, crimen homofóbico que causó gran conmoción en el país y dio origen a ley que hasta hoy lleva el apellido de la víctima.
Cerca de la Torre 5 había unos flippers que visité con fruición por años (recuerdo especialmente las máquinas de Los Angeles de Charlie, Kiss y Golden Arrow) y una famosa librería de arquitectura donde los colegiales como yo comprábamos los materiales para ese extraño ramo llamado Técnicas Especiales, que no sé si todavía existe.
En esos años vivían por ahí varios jugadores de fútbol y algunos periodistas. No se me olvidará nunca que, en el primer piso de cada torre, al lado de los ascensores, se pegaba un listado de los departamentos y sus dueños para certificar el pago de los gastos comunes y probablemente avergonzar a los morosos. Una tarde, al mirarlo de soslayo mientras esperaba que bajara el ascensor, me di cuenta que el departamento en el que vivía el periodista de Canal 13 Pablo Honorato, al que había visto varias veces en el lobby, figuraba a nombre… del Ejército de Chile. Así no más. No es pelambre ni mentira, lo vi con mis propios ojos.

Pero metámonos mejor en el tema de los jugadores. En mi época vivieron en esos pequeños departamentos de San Borja (porque así vivían antes las estrellas del fútbol chileno, no en condominios en barrios pitucos) el Pollo Neumann y los cruzados Nano Castro, Rodolfo Coffone, Hugo Lacava Shell y el seleccionado uruguayo del mundial del 74 Juan Carlos Masnik, entre muchos otros, ya que seguramente clubes como la U, la Unión o la UC tenían convenios de arriendo por la zona.

La gracia es que cuando tenían tiempo libre, o sea casi siempre, esos mismos capos que salían cada martes en la tapa de la revista Estadio, bajaban y jugaban a la pelota con los niños de la vecindad en una cancha de tierra que quedaba en el parque. Nosotros, los de la Torre 5, teníamos un equipo de camiseta azul llamado Los Helénicos, no tengo la menor idea por qué ya que nadie tenía ascendencia griega. Tampoco me acuerdo por qué me decían Cadete, pero ese era mi sobrenombre, impuesto por Tobi, el líder del grupo que contraviniendo toda lógica vivía en la Torre 4. Eramos buenos. Muy buenos. De hecho recorríamos la zona jugando en las distintas “canchas” de baldosas que había en las primera cuadras de Portugal y dominábamos sin contrapeso desde la Torre 1 hasta la Torre 10 (que daría origen en 1984 a una teleserie de TVN que se llamaba justamente así: La Torre 10).
O sea, que éramos amos y señores desde la Alameda hasta Bilbao. Y muy especiales, porque a veces nos iban a acompañar y dar instrucciones nuestros amigos futbolistas, haciendo una maravillosa vuelta de tuerca a la realidad: ellos, las estrellas, nos hacían barra a nosotros, los pelusones de 10-12 años, ante la sorpresa del poco público que se juntaba a ver esas pichangas a mitad de semana. Otros tiempos.