La angustia de decidir qué estudiar
Lo que está en juego es la elección de un camino vocacional conducente a una inserción laboral futura. Por lo tanto el proceso se vive con cierta angustia, de tratar de no cometer un error. Y aunque esta ha sido una experiencia cotidiana de todos quienes finalizan sus estudios secundarios, hoy en día este proceso ha adquirido un carácter mucho más complejo y angustioso.
Ricardo Baeza es Magister en Antropología y Desarrollo U. de Chile y Psicólogo Organizacional UC. Profesor de la Escuela de Psicología y de Masters de la Escuela de Negocios de la Universidad Adolfo Ibañez. Director del Diplomado de Gestión de Evaluación y Selección de Personas de la UAI.
Ya aparecieron los resultados de la PSU y se dio inicio a las postulaciones a la enseñanza superior. Y todo esto ha venido acompañado de la frustración natural de quienes no obtuvieron un buen resultado; reflotando así el tema de la desigualdad de oportunidades, de no acceder todos al mismo tipo de calidad de educación en la formación escolar, creando así un foco de injusticia y una gran barrera de acceso para la formación superior en nuestro país.
Pero pocos se cuestionan sobre la angustia que acompaña a los que sí les alcanza el puntaje para postular, sobre todo a aquellos que tienen muchas alternativas y no saben cómo decidir. Para el sistema estos son los privilegiados, los favorecidos, los que gozan del beneficio de poder escoger y que, por lo tanto, debieran sentirse felices en comparación con los otros que simplemente deberán optar por un camino de menor valor o, simplemente, posponer su decisión hasta el siguiente año.
Sin embargo, la vivencia real de dicho privilegio dista mucho de lo que se pudiera suponer, pues lo que está en juego es la elección de un camino vocacional conducente a una inserción laboral futura. Por lo tanto el proceso se vive con cierta angustia, de tratar de no cometer un error. Y aunque esta ha sido una experiencia cotidiana de todos quienes finalizan sus estudios secundarios, hoy en día este proceso ha adquirido un carácter mucho más complejo y angustioso.
La sociedad, junto con complejizarse, ha ido generando una oferta cada vez más creciente de opciones formativas. Los campos laborales se han ido especializando de manera creciente, lo que ha ido acompañado también de mayor diversificación. Pero más complejo que esto, son los criterios con los cuales un joven debe escoger de entre esas posibilidades. Elegir entre alternativas requiere tener nociones respecto de lo que son. Y en un contexto de oferta creciente y variada, aunque haya gran cantidad de información disponible (y en un soporte tan accesible como es la internet), lo cierto es que para entender bien dicha información es necesario tener distinciones que rara vez existen en el mapa mental de un adolescente recién salido de secundaria.
Hace varias décadas, las posibilidades no sólo eran más acotadas en cantidad y complejidad (requiriendo sólo distinciones muy gruesas para elegir entre ellas) sino que además el propio entorno cercano y familiar le aportaba al joven un mapa de distinciones relevantes para sustentar su toma de decisión; algo con lo que se había ido familiarizando por años. Y así los oficios y profesiones mantenían cierta coherencia dentro de los grupos familiares, soliendo optar por carreras y oficios conocidos dentro de lo ya existente en el entorno cercano familiar.
Pero hoy el escenario es muy diferente. La explosión de oferta de programas suele venir acompañada de una gran complejidad de distinciones necesarias para poder valorarlas. Y adquirir dichas distinciones rara vez ocurre mediante una lectura, por más concienzuda que sea, de los programas y sus páginas web de difusión. Entonces, en la práctica, el joven se enfrenta a una abrumadora cantidad de posibilidades sin estar en condiciones de poder evaluarlas con efectividad. La angustia, entonces, resulta inevitable.
Creo que hay dos focos importantes que abordar para superar estas falencias, uno sistémico y otro más individual.
En el foco sistémico apuntaría a reestructurar los procesos de orientación vocacional en los colegios. Lo habitual es que estos se centren en una suerte de “colocación educacional”, buscando identificar qué carrera de las existentes calzará mejor con el perfil del joven. Y para ello se hacen test vocacionales y charlas informativas sobre carreras (habitualmente invitando a los propios centros de formación para que vayan a dictarlas). El problema es que estos procesos están más centrados en la oferta formativa que en el apoyo a la vocación real de los jóvenes, desvirtuando el tema hacia la mercantilización de las instituciones educativas, y ayudando a crear una suerte de maquinaria al servicio de estas.
Una verdadera orientación vocacional debiera poner énfasis en la demanda informativa y el autoconocimiento del joven, en la realidad de su entorno de influencia y en el trabajar sobre sus recursos personales. La idea es lograr instalar distinciones relevantes tanto respecto de conocerse a sí mismo, sus propias motivaciones personales como el acceder a conceptos claves sobre las opciones del ámbito laboral, no tanto las del ámbito formativo sino más bien del laboral.
En el foco individual tal vez sea útil darse cuenta que más que preguntarse qué carrera de las existentes es lo que quiero estudiar, es mejor preguntarse qué tipo de trabajo me gustaría realizar. La pregunta sobre qué estudiar, inevitablemente se centra en aspectos teórico formativos sobre disciplinas de conocimiento y cómo se relaciona con los gustos. “Me gustan las matemáticas, estudiaré Ingeniería”; “me gusta la biología, estudiaré medicina”; “me gusta el dibujo, estudiaré arquitectura”. En cambio, al preguntarse sobre qué trabajo a uno le gustaría realizar, el foco es diferente: ¿me gusta trabajar rodeado de personas o más bien en soledad? ¿me gusta observar y analizar o experimentar la realidad? ¿estoy dispuesto a trabajar en cualquier horario o prefiero laborar en tiempos establecidos? ¿aceptaría trabajar en turnos? ¿me gusta tomar decisiones que se implementen o me satisface hacer sugerencias para que otros tomen decisiones? ¿me gusta más liderar o seguir a algún líder? ¿prefiero trabajar sobre cosas concretas o más bien sobre ideas abstractas? ¿me agrada más contribuir anónimamente o prefiero que se note cuando estoy haciendo algún aporte? ¿prefiero trabajar en un lugar definido o cambiar de aires en mi trabajo? ¿prefiero comunicar ideas propias o más bien transmitir con fidelidad los hechos que ocurren? ¿me agrada más ser un creador o un implementador? etc. Y eso nos llevará inevitablemente a buscar información mucho más pertinente para obtener distinciones relevantes a la hora de elegir.
Finalmente no debemos desvalorizar el peso de la intuición. Cuando tomamos una decisión relevante en la vida, de aquellas que nos cambian los horizontes de posibilidad, quizás la peor opción sea tomar dicha decisión usando sólo la cabeza; esto porque si la decisión implica un cambio muy radical sobre mi estado actual, en rigor no puedo conocer previamente las variables relevantes de dicho nuevo contexto, por lo tanto, mi decisión racional será siempre conservadora, optar por el “no cambio”.
En dichos casos tal vez es mejor seguir la sensación sentida, la intuición, aquella inspiración que más se emparenta con la emoción que con la razón. Después de todo, los verdaderos caminos del éxito (aquel de verdad, el que genera bienestar y satisfacción, no sólo dinero) siempre vienen de la mano con la pasión. Y en definitiva la pasión y el talento son las mejores garantías del futuro bienestar laboral, por lo que tal vez sea siempre mejor seguir el impulso más que la mera racionalidad.