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Actualizado el 25 de Noviembre de 2020

Palma Salamanca, el mediocre “revolucionario” que convirtió a Jaime Guzmán en santito

Por Francisco Méndez
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Francisco Méndez es Columnista.

En una entrevista para The Clinic, el exintegrante del autónomo Frente Patriótico Manuel Rodriguez, condenado por el asesinato de Jaime Guzmán, Ricardo Palma Salamanca, dijo que el comunismo y todo lo que este representaba, ya lo habían hartado; ahora creía en la moderación más que en la extrema religiosidad que, al parecer, este ex guerrillero vio en el Partido Comunista y todo lo que conllevaba ser parte de este. Se había transformado en un reformista que miraba con desdén todo lo que fue.

Lo curioso de esta entrevista es la poca claridad con la que se refiere a la diferencia entre el PC y el FPMR que ya actuaba en democracia; si bien es claro que no había dependencia de este hacia el partido en ese entonces, Palma Salamanca mete todo en un saco bien confuso que, como era de esperar, logró satisfacer desde los “centristas” moderados hasta a ciertos radicales de derecha. Obvio, había caído en ese error histórico que tanto sirve para algunos: mezclar a los comunistas chilenos con cierta radicalidad que nunca ha sido propia de ellos a lo largo de su historia.

No deja de ser divertido que un trasnochado revolucionario sin revolución, luego de años de cometido el asesinato de Jaime Guzmán, culpe, sin decirlo, a quienes no lo cometieron. Fue una no muy pudorosa manera de lavarse las manos y “cambiar de vida”, como tanto repite en la entrevista, sin antes hacer un mea culpa al respecto. Y es que, ¿no es acaso su acción en la aún autoritaria democracia la que perpetuó la estigmatización del Partido Comunista? ¿No fue su lucha con banderas que, al parecer, no tenía tan claras, la colaboración más importante para que el relato del “todos fuimos culpables” de la transición tomara cada vez más fuerza? Por esto, antes de quedarse con sus llamativas y convenientes declaraciones, hay que preguntarse qué es lo que lo hartó, si el Partido Comunista en sí, que debe ser tal vez la tienda más demócrata de nuestra historia republicana, y que debió tomar las armas cuando el dictador comenzó a matar a sus dirigencias, o su propio infantilismo y el de una organización de tipos que creían en un heroísmo infantil y macabro antes que en la acción política real.

Porque, ¿fue el crimen de Guzmán una acción que lograra algo más que inflar sus pechos “revolucionarios”? ¿Fue el espectacular escape de la cárcel algo más que una breve extensión de ese supuesto espíritu “luchador” que duró tan solo unos años? Sería bueno preguntárselo; sería bueno que Palma Salamanca se lo preguntara, y tal vez así podrá llegar a la conclusión de que su eterna búsqueda de una “nueva vida” no es más que un sentimiento de frustración ante los resultados de ese “heroísmo” del que él y muchos esperaban conseguir cierta satisfacción que no lograron experimentar.

Sin duda, la entrevista en el pasquín debió resultar bastante ingrata para un Partido Comunista que vio postergadas muchas cosas en la joven democracia, debido a que algunos prefirieron seguir jugando a una revolución inexistente. No debe ser nada de cómodo para los comunistas escuchar a Palma Salamanca decir que el partido los había dejado solos, cuando lo que hicieron ellos, los del Frente, fue botar por la borda todo esfuerzo de la directiva central por entrar en los noventa criticando el proceso transicional y, al mismo tiempo, recuperar cierta respetabilidad destrozada por el discurso dictatorial anticomunista.

Por esto, cabe dejar en claro una vez más la peligrosidad del infantilismo con que algunos cometen actos para después tratar de redimirse culpando al resto; porque los dichos de Palma Salamanca no muestran a alguien que haya avanzado en sus ideas o hecho una autocrítica al respecto; más bien, en cambio, son el resultado de alguien que no tuvo nada muy claro; de una persona que creyó que la gloria lo abrazaría por ser “consecuente”, sin entender a qué se aferraba, ni menos las consecuencias que esto tendría. La más importante: convertir al ideólogo de una dictadura en un “senador asesinado en democracia” y en un santito con el que los victimarios aprovechan de sacar mediocres réditos políticos.

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