Confianza, poder y nueva Constitución
Este 15 y 16 de mayo debemos ir a las urnas teniendo presente que una Constitución sirve esencialmente para delimitar el poder y que cada parcela de poder que le entregamos al Estado —y por consiguiente a los políticos— es un espacio menos para la libre asociación de las personas.
Juan Lagos es Investigador Fundación para el Progreso
Este fin de semana serán las elecciones que definirán a los integrantes de la Convención Constitucional y se realizarán en medio de una severa crisis de confianza hacia nuestra clase política.
De acuerdo con la última encuesta del Centro de Estudios Públicos, las instituciones menos confiables para la ciudadanía son precisamente aquellas dominadas por los políticos: sólo un 9% confía en el Gobierno; un 8% hace lo propio con el Congreso Nacional y apenas un 2% confía en los partidos políticos. Esta última cifra es especialmente alarmante habida cuenta de que cerca de un 3% de los chilenos militan en un partido político (537.889, según el Servel en marzo de 2021). En definitiva, podríamos decir —medio en broma, medio en serio— que la crisis de confianza es tan grande que ni los militantes confían en los partidos políticos.
Ante este sombrío panorama, y advirtiendo que es la clase política la que —en buena medida— maneja el Estado, es preciso reflexionar y preguntarnos: ¿por qué la nueva Constitución debería darle más poder al Estado? ¿Por qué darle más poder a los políticos para que manejen nuestras vidas si no confiamos en ellos? Algunos podrían decirme que estoy confundiendo peras con manzanas, otros —más perdidos— me dirán incluso que el “Estado somos todos”. A ellos los invito cordialmente a preguntarse: ¿quiénes dirigen las empresas estatales, las superintendencias o los servicios públicos? ¿No se llenaron de políticos las listas de convencionales? Nada mejor que la constatación empírica de la realidad para advertir algo obvio: los partidos políticos están para conseguir poder y esperar que estos lo repartan de forma “apolítica” es sencillamente una ingenuidad.
Si a causa de la pandemia hemos aprendido que el Estado nunca será capaz de reemplazar a las personas en la creación de bienestar. Si hemos sido testigos de lo absurdo que es ver a la clase política definiendo qué trabajo o bien económico es esencial, ¿por qué pensar que el Estado y los políticos podrían hacerlo mejor si tuvieran a su cargo el monopolio de la educación, la salud o la vivienda? No tiene sentido entregar tanto poder para definir cuántas horas de matemáticas necesitan nuestros niños a los mismos que prohíben la venta de ropa de guagua por ser “no esencial”.
Este 15 y 16 de mayo debemos ir a las urnas teniendo presente que una Constitución sirve esencialmente para delimitar el poder y que cada parcela de poder que le entregamos al Estado —y por consiguiente a los políticos— es un espacio menos para la libre asociación de las personas. Por este motivo, y con independencia de la opción política con la que uno simpatice —dado que esta crisis de confianza no deja títere con cabeza—, lo razonable es votar por aquellos candidatos que reivindican el rol de la ciudadanía —“la sociedad civil”; “el pueblo”; “los nietitos”, elija usted el mote que más prefiera— en la construcción del bienestar de todos los chilenos y huir, en consecuencia, de aquellos que perseveran en la contradicción de criticar a los políticos y pedir al mismo tiempo más poder para ellos a través del Estado.