Consejos de un sobreviviente
No imagino posible que ahora, en mi vejez, deba lidiar con los ilusos del FA y del PC que, enarbolando las mismas banderas fracasadas, procuran dividir un país que me acogió y que avanzaba hacia el desarrollo.
En los pormenores de la segunda guerra mundial, los habitantes de Budapest vivían bajo tierra. Los incesantes ataques aéreos de los aliados y el cañoneo cada vez más cercano de las tropas soviéticas obligaba a todos los habitantes de los edificios a mudarse a los refugios subterráneos y convivir, durmiendo todos juntos sin excepción, cuán troncos almacenados uno al lado del otro. Aquellos que trataban de trabajar de día “arriba” pasaban sus noches “abajo”, con sueños interrumpidos por sirenas y bombazos, dando las gracias si llegaron a ver la luz del próximo día. No había transportes, la ciudad estaba destrozada, faltaba electricidad, agua y otros servicios vitales. Pocos se acuerdan que a fines del 1943 se obligó a los judíos a cambiar sus apellidos hebreos, yiddish o alemanes por húngaros (mi familia se apellidaba originalmente Schwarcz y cambió a Szasz), y que fueron concentrados en el barrio judío, que se transformó en ghetto, o en casas “amarillas” marcadas con estrellas de David. A nosotros con mi familia nos tocó una.
Una tarde, debía ser el 16 de enero del 1945, dos días antes de la liberación, fuimos avisados de que los alemanes se retiraban de Pest, para instalarse en Buda y repeler desde allí la ofensiva soviética. La decisión del comando era exterminar a todos los judíos que quedaban, ente ellos, a nosotros. Esa noche, durante el usual bombardeo aliado, se reunieron los hombres y decidieron con patético heroísmo luchar con palos, cuchillos o lo que venga a mano, defendiéndose y defendiendo a sus mujeres y niños hasta morir. La reunión no duró mucho. De repente ¡Boom! la tremenda detonación de una bomba, que cayó justo en el medio del patio en forma de “U” de la casa, y nos dejó sin aliento a todos. La chimenea metálica de la estufa tipo salamandra que calentaba el refugio cayó en la cabeza de una señora mayor, matándola. Todos quedamos sordos. El refugio se llenó de polvo y el olor de la explosión, se apagaron las velas y lámparas de kerosén. Todo era silencio y oscuridad. Luego, en la medida que recuperamos lentamente la audición, se prendieron algunas velas y se revisó la situación. Inexplicablemente, aparte de la víctima de la chimenea, no había ni siquiera heridos.
Después de cubrir el cadáver con mantas, nos acostamos poco a poco para pasar lo que creíamos era nuestra última noche. No creo que alguien haya dormido mucho. En la madrugada, con las primeras luces, los hombres abrieron dificultosamente una pequeña rendija en la que era la entrada del refugio y vieron con asombro que todo estaba blanco. Los escombros llenaban todo el patio con los restos de los corredores arrancados de los pisos superiores por la bomba y estaban cubiertos con una capa gruesa de nieve. ¡Nevó durante toda la noche! Lo amontonado entre escombros y nieve llegaba casi hasta la altura del techo del pasillo abovedado, que unía el portón de la calle – ahora caído – con el interior del edificio.
Temprano en la mañana escuchamos a través de las claraboyas del subterráneo, tapadas con ladrillos desde el comienzo de los bombardeos, las voces de los alemanes que supuestamente venían a cumplir con la “tarea” de llevarnos, diciendo: “Der Feind hat unsere Arbeit getan” (El enemigo hizo nuestro trabajo), inspirado evidentemente por el aspecto de la casa y la aparente imposibilidad de penetrar en la misma.
Nadie se atrevió hablar durante todo aquel día, pero estábamos muy agradecidos a los aliados por esa bomba. Cesó el cañoneo y, en la noche, escuchamos otras voces. Hablaban en ruso: ¡Estábamos a salvo! Sin embargo, no nos atrevimos a salir, ya que nos enteramos ahí y tristemente que “las tropas salvadoras” durante dos días tenían derecho al libre saqueo en las ciudades ocupadas y a violar las mujeres que se les atravesaban. Éramos 58 judíos en el subsuelo de una casa de ocho departamentos. Nos limitamos a escuchar gritos – supuestos insultos – marcados por la palabra “burshui! burshui!”, o sea, burgués en ruso. Seguro que estaban convencidos que la nuestra era una vivienda de alguien que acumulaba alimentos para especulación.
Cuando se fueron, descubrimos que tendieron –y dejaron tendidos – tablones sobre las vigas de soporte de los pasillos caídos y entraron a los departamentos, donde estaban almacenados nuestros alimentos, de estas casi sesenta personas: harina, azúcar, sal, grasa (no se conocía el aceite todavía), conservas. Destruyeron todo. Encontramos los sacos con enormes tajos y las latas con pinchaduras de bayonetas, todos los alimentos desparramados, pisados, sucios, orinados y salpicados con el excremento de nuestros libertadores. Vaya favor que nos hicieron. ¡Pero, por fin, éramos libres!
Pero no lo fuimos. Cuando Hungría, al poco tiempo se transformó en socialista, surgió de hecho el discriminatorio y ninguneador concepto “Káder” (hoja calificatoria) para reflejar el historial, currículo y/o prontuario de una persona. Un obrero, un campesino y sus descendientes, por ejemplo, de por sí tenía buen káder. Un “burgués” – o sea, alguien de la clase media – y sus descendientes, tenían káder malo de manera irreversible; no eran bien vistos por el partido comunista y se les consideraba potencialmente traidores.
Sin embargo, y pese a todo, voluntariamente me hice soldado y serví en el ejército socialista de la República Popular de Hungría. Debo confesar que dos semanas después, cuando mi madre me visitó en el cuartel, le pedí llorando que me ayudara a salir, pero ya había firmado por 10 (¡diez!) años. A los seis meses me destinaron a la Escuela de Oficiales. El comandante de la misma era el famoso general Pál Maléter, quien fue apresado durante la Revolución de 1956 por los soviéticos junto al presidente provisorio, Imre Nagy. Ambos fueron ejecutados en 1958 sin que se sepa dónde enterraron sus cuerpos.
A principios de 1954 me promovieron a teniente y me nombraron jefe de una compañía de ametralladoras. Pero mi satisfacción no duró mucho. A tan solo dos meses fui avisado de que “no podía dirigir gente, porque mi káder (o sea, antecedentes) había sido investigado y resultó adverso a los intereses del partido”, por lo que me destituyeron de mi lugar y me enviaron de ayudante táctico de un mayor que comandaba un batallón de unos quinientos hombres (y con esa calificación cargué hasta que decidí abandonar Hungría). Ese fue el preciso momento cuando amargamente rompí en pedazos mi libretita roja que me reconocía como militante. Terminó ahí mi idealismo socialista. Tenía 22 años, una carrera militar brillante, un orgullo pisoteado y creí que mi vida estaba destrozada.
Recuerdo todo esto, porque no hay nada peor que la ideología que se funda en el odio. Los nazis la fundaron en el odio racial. Fui víctima directa, mi familia y yo. Varios murieron en campos de concentración; los que nos salvamos, perdimos todo por el simple hecho de ser judíos; una prima sobreviviente cargó con el horror hasta el final de su vida por haber sido experimento cruel del famoso Dr. Mengele. Los comunistas la basan en las diferencias sociales y económicas, tal como lo hicieron en Hungría bajo la expresión de los Káder. No imagino posible que ahora, en mi vejez, deba lidiar con los ilusos del FA y del PC que, enarbolando estas mismas banderas fracasadas, procuran dividir un país que me acogió y que amo, y que avanzaba hacia el desarrollo. No puedo aceptar que la envidia y el resentimiento, el afán de llegar al poder absoluto basado en el miedo y la opresión, tal como ocurrió en la Alemania Nazi y en la Rusia de Stalin, puedan más.