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26 de Junio de 2024

Los niños no votan

Destinar recursos a la educación temprana es la medida más transformadora que un país puede adoptar.

Por Juan Pablo Lira
AGENCIA UNO/ARCHIVO.
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Juan Pablo Lira

Juan Pablo Lira es investigador de IdeaPaís.

No exenta de polémica ha sido la discusión sobre la condonación del CAE, una política que —independiente de su universalidad— significaría un cuantioso esfuerzo del Estado. Lo cierto es que más allá de lo irresponsable que esta política podría ser, el debate público ha omitido un elemento subyacente que es central: no invertimos donde debemos, que es en la primera infancia. Destinar recursos a la educación temprana es la medida más transformadora que un país puede adoptar. Esta inversión ofrece a todos los niños y niñas un inicio justo en la vida y aborda las desigualdades desde sus orígenes. La evidencia no acepta dobles lecturas en esto: destinar recursos al aprendizaje en edades tempranas significa un mayor retorno social y es la manera más eficiente de cerrar brechas en nuestro sistema educativo.

¿Qué estamos haciendo al respecto? Todo lo contrario. Por segundo año consecutivo, el presupuesto asignado a la Junta de Jardines Infantiles (JUNJI) se vio reducido para este 2024, así como también el presupuesto dirigido a los centros educativos INTEGRA. Más apremiante aún, al revisar los datos de transferencias realizadas del Mineduc a JUNJI y contrastarlos con aquellos destinadas a la educación superior, notamos que hoy gastamos un 19% más en un estudiante de educación superior que un niño entre 0 y 4 años que asiste a un jardín infantil estatal. Lo estamos haciendo mal.

¿Y de asistencia? Mejor ni hablar. Aún tratándose de niveles con alto porcentaje de cobertura, la asistencia en la primera infancia ha sido la más rezagada de todos los niveles educativos tras la pandemia. Por lo tanto, es de todo sentido pensar que la asistencia para niños entre 4 y 6 años debería ser obligatoria. Sin embargo, es curioso que aquellos que lamentan con vehemencia las injusticias en la educación, sean los mismos que rechazaron el proyecto de ley que proponía la obligatoriedad del kínder. Hoy, siendo gobierno, pareciera no importarles en lo más mínimo.

Ahora bien, no se trata solamente de asistencia y recursos. De hecho, un factor determinante en éste tema es la calidad de la educación que se entrega a los niños. Sin embargo, la discusión sobre el futuro de la educación parvularia pareciera estar viciada. ¿Es óptimo para la consolidación de una oferta universal de sala cuna limitar la participación de establecimientos privados? ¿Es pertinente retrasar en 10 años la obligación de los establecimientos que reciben aportes estatales de cumplir con los estándares de calidad exigidos? ¿Tiene sentido que el Fisco asigne menos recursos a jardines infantiles administrados por terceros —y no por el Estado—, aún tratándose de menores de igual nivel socioeconómico? Ciertamente no.

Hemos perdido la brújula en el tema más relevante que tenemos como país. Estamos entrampados discutiendo sobre la condonación del CAE que —admitiendo matices en cuanto a la legitimidad de la deuda— representa una mirada errada, cortoplacista y que poco aportará a mitigar las injusticias que subyacen a nuestro sistema educativo, un sistema que asigna recursos al compás de la cuna y en el que la lotería de la vida determina las trayectorias futuras. ¿Por qué no cambiamos el rumbo? Reconocer que es porque los niños no votan es tan cierto como decepcionante, pero es la pura verdad.

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