
Creo que me he tomado el tiempo suficiente para perfeccionar el incomprendido arte de dar la lata. He aprendido a dejar de avergonzarme de ser monotemático. Sinceremos: mi limitado cerebro masculino va en franco deterioro con los años y últimamente se queda pegado en los mismos surcos. Puedo estar largo tiempo pensando en un solo asunto, y ese asunto puede tener tomado mis momentos de ocio y mis conversaciones al pasar por semanas. La única diferencia que existe con el que era mi limitado cerebro masculino de juventud es que ese modelo, cuando se quedaba pegado, era mucho más introspectivo y culposo y ahora es al revés: este es transparente ante los demás porque hablar de lo que tienes todo el rato en la cabeza es una interesante forma de libertad y de placer.
Por ejemplo, llevo conmigo hace un rato dos letritas que pueden lograr que ustedes dejen de leer esta columna en este instante: IA. Miren qué lata más grande. AI, IA, en inglés y en español, letritas señeras y amenazantes por igual. Por eso no las puse en el título porque ahí ni yo hubiera empezado a escribir. Hecho el reconocimiento de mencionar un tema del cual ya casi pareciera que no se puede decir nada más (mentira, porque aún no se dice nada en serio) quizás sea el momento de explicar por qué lo traigo a colación cuando me han pedido que hable de cine, otra palabrilla que no puse en el título de la columna pero que estoy seguro que el equipo editorial se encargará de agregarla en alguna parte para indexar este contenido en la web y alguien extraviado la encuentre. Hello, stranger… Por favor, pasa.
¿Se dan cuenta lo latero que puedo llegar a ser? Llevo dos párrafos y todavía no avanzamos ni una calle. Pero no se crean, que ese es exactamente mi punto: quiero hacerme cargo de una especulación que escucho muy a menudo y que anuncia que el cine del futuro, si es dominado por la inteligencia artificial, tiene altas posibilidades de volverse una lata. ¿Vieron ahora lo que acabo de hacer? Puse en el tercer párrafo lo que debió ir en el primero. Pero lo hice así por una razón muy concreta: porque estoy intentando imitar con mi inteligencia natural los recovecos de la artificial. Y ahora les voy a explicar por qué.
La inteligencia natural está aterrada con la inteligencia artificial. Ese terror toma dos variantes: una es el descrédito constante (“esto no sirve para nada”), y la otra, la reverencia (“esto es un cambio de paradigma en la historia humana”). Nuestras inteligencias limitadas toman un bando o el otro. O nos sentimos amenazados o nos sentimos bendecidos. Como sea, ambas actitudes son formas de ignorancia, y solo dan cuenta de que entre la desconfianza y el dogma estamos pasando por un momento global de histeria colectiva. Estamos realmente apanicados. Sí, la inteligencia artificial (que no es ni inteligencia ni artificial pero, bueno, ahí radica buena parte de este mal entendido) desde lejos nos parece algo que solo vendrá a robarnos lo poco que nos queda de humanos para cortarlo en pedacitos y comercializarlo (o sea, vendernos de vuelta lo que ya era nuestro), y desde cerca es todo lo contrario: es un ayudante que nos liberará de cientos de horas que dedicamos al año a hacer tareas repetitivas y -de hecho- deshumanizantes, para poder dedicarle ese tiempo a hacer cosas que de verdad nos interesan, o simplemente, tener más tiempo para pasear a tu perro o abrazar a tu hijo. O sea, ser más humanos.
Sea cuál sea el espectro donde nos encontremos, donde más me ha tocado observar los extremos de este debate es en el mundo del cine, y en particular, entre guionistas, me imagino que por deformación profesional. Las historias del futuro, ¿las contaremos humanos o se van a escribir solas? Las películas del futuro, ¿las filmaremos con actores vivos o con algoritmos digitales que imiten a Robert De Niro cuando era joven? ¿Estamos en peligro de caer en un abismo definitivo de desconexión humanitaria, como lo anuncian el premio Nobel que renunció a Google (Geoffrey Hinton) o el señor que escribió “Homo Deus” (Yuval Noah Harari), si dejamos que las AI tomen ese control?
Lo más fascinante de esa pregunta es que no tiene nada de nueva: es la misma que nos acompaña desde antaño. Sin ir más lejos, es la misma pregunta que está en el centro de “Metropolis” de Fritz Lang, filmada hace justo cien años, o en “Blade Runner” de Ridley Scott, unos 50 años después. Y no quiero resolver este dilema con una respuesta simplista, pero creo que es precisamente el cine el lugar donde nos volcaremos a plasmar (y a darle rienda suelta) a las pesadillas y alucinaciones a las que nos empujan estas ansiedades. Tengo cierta confianza en que el cine del futuro no será menos humano que el cine del pasado por influencia de la IA (o como deberíamos llamarla, el muchísimo menos sexy “Modelos de Lenguaje de Gran Tamaño”) porque el cine, como todas las artes narrativas, desde los primeros mitos humanos intenta dar respuesta a lo que no podemos explicarnos con lógica pero que nos produce miedo y ansiedad. Como sabemos que algún día moriremos, pero no sabemos cómo, los Modelos de Lenguaje Limitado que funcionan en nuestras cabezas empiezan a imaginar escenarios posibles, a especular, a llenar los espacios vacíos que deja nuestra existencia caótica. Necesitamos darle sentido al sin sentido. Y por eso nos inventamos historias.
En nuestros días más oscuros, cuando caemos abrumados ante la imposibilidad de procesar tanta injusticia y dolor humano al enterarnos de lo que pasa en Ucrania, o Siria o Gaza o en la Araucanía o en un centro de detención de inmigrantes en Estados Unidos, o en la casa de al lado, y nos preguntamos si de verdad el mundo está desbocado de irracionalidad y desmesura, bueno, esos son precisamente los días más creativos para nuestra especie. El sin sentido nos despierta y nos reinicia ante las preguntas fundamentales que siguen sin respuesta. Ahora mismo nos estamos reiniciando. Y disculpen mi optimismo, pero si somos inútiles para hacer algo que cambie la dirección de los eventos mundiales, al menos no lo somos para volcarnos hacia las fantasías infinitas que ya empiezan a crearse con sustancias que sacan a seres insólitos desde la espalda de una mujer, o soldados clonados que se fabrican con impresoras genéticas, o trabajadoras sexuales cuyo único pasaporte a la felicidad es haber tenido una abuela que les hablara en ruso. Yo me siento parte de ese cine del futuro, y no estoy solo en eso, en absoluto. Para allá va esa micro y no la vamos a detener con nada, menos con ansiedad, porque ese es precisamente su combustible.
Perdón por darles la lata.