
Hace apenas unos días, el Ministro de Hacienda, anunciaba con un tono bastante categórico que el Gobierno no insistiría con una nueva reforma tributaria, argumentando que el complejo contexto económico y político internacional –marcado, entre otras cosas, por las crecientes tensiones comerciales derivadas de las políticas arancelarias impulsadas por la administración de Trump–, hacía inviable avanzar en una reforma estructural de esta naturaleza. Poner el pie en el freno frente a un escenario incierto, parecía como una decisión sensata.
No hay que olvidar que este mismo Gobierno inició su mandato presentando una ambiciosa reforma tributaria, la cual fue duramente criticada por contener drásticas medidas y un fin exclusivamente recaudatorio, cuyos efectos negativos en el crecimiento y la economía fueron advertidos por una serie de expertos. Ante ello, el Congreso, reflejando las aprensiones ciudadanas y técnicas, la rechazó en su primer trámite constitucional en la Cámara de Diputados. Fue una derrota política significativa, que parecía haber zanjado la discusión.
Sin embargo, las acciones hablan más fuerte que las declaraciones, y lo que estamos viendo en el Congreso Nacional es una serie de proyectos de ley que, si bien no llevan el rótulo de “reforma tributaria”, operan en los hechos como tal. Una estrategia poco transparente que evita el debate abierto sobre la carga tributaria y que instala, de forma soterrada, nuevos mecanismos de recaudación que afectan directa e indirectamente a los contribuyentes y la certeza jurídica de quienes se interesan en invertir en el país. Ejemplos de lo anterior lo son el proyecto que pone fin al CAE y crea el nuevo sistema de Financiamiento de la Educación Superior (FES) y el que amplía la cobertura del subsidio eléctrico.
El caso del FES es paradigmático. Se introduce un mecanismo de pago que imita herramientas propias del sistema tributario: retención obligatoria de hasta un 8% de la remuneración del trabajador por parte del empleador, con destino a rentas generales del Estado. No se crea un fondo especial ni se vincula el pago al costo real de los estudios: se trata de una contribución fija, por 20 años, que transforma la deuda estudiantil en una carga tributaria disfrazada. En la práctica, se podría tratar de un nuevo impuesto aplicado a profesionales jóvenes.
Por otro lado, el llamado “Cargo FET” incluido en el proyecto de subsidio eléctrico impone un gravamen a los retiros de energía, que se aplicaría entre 2025 y 2027, afectando especialmente a los Pequeños y Medianos Generadores Distribuidos (PMGD), es decir, a proyectos de generación limpia y de menor escala. Aunque técnicamente se presenta como una compensación, en la práctica operará como un royalty, es decir, un impuesto directo a las ventas.
Estos ejemplos dejan en evidencia que el Gobierno no ha renunciado a su objetivo de recaudar a través del aumento de impuestos. Lo ha hecho, simplemente, por vías alternativas, escondiendo impuestos entre líneas en proyectos sectoriales, con menor exposición pública y cuya resistencia política es más cuestionable. Evitando con esto el debate profundo y transparente que requiere cualquier reforma al sistema tributario, que en democracia, es aún más grave que un alza de impuesto.
Nuestro país merece claridad y honestidad en las decisiones de política fiscal, sobre todo frente al cuestionable desempeño de quienes hoy están a cargo de la billetera del país. Así, la supuesta renuncia a la reforma tributaria no es más que una renuncia “a medias”.