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El mejor

Francisco hizo lío, y propuso hacer lío. Es que la evolución implica lío, ruptura y cierto caos positivo para acercar la Iglesia a la gente y aceptar la integración de esa Iglesia con la evolución del mundo.

Yo no soy católico.

A pesar de haber nacido en una familia católica, haber cumplido con los sacramentos “esenciales” durante mi niñez, siempre creí que la iglesia tal como estaba estructurada y conducida no representaba el espíritu de lo que yo suponía debía ser el mensaje cristiano. Pero era mi perspectiva, como tantas otras.
Ya en mi adolescencia y mi adultez, el interés por la iglesia era el de entender una organización compleja, pero también dinámica, que durante siglos mantiene injerencia e influencia dirigiendo a un rebaño de fe y sosteniendo intereses materiales y políticos. Desde ese lugar, nadie dud que el jefe de la Iglesia (El Papa) es un político relevante y determinante para marcar tendencia sociocultural en buena parte del mundo.

Toda esta introducción es sólo para entender que mi mirada sobre lo que sucede en El Vaticano es desde la política, y es la que me lleva a mantener acuerdos o desacuerdos con la filosofía con la que la Iglesia se relaciona con la sociedad actual.

Pero claro, en 2012 mientras hacía unos minutos de running sobre una cinta en un gimnasio dónde la televisión anunciaba que un sacerdote argentino era anunciado como Papa, además de tropezar en la cinta por la sorpresa y la alegría me puse a pensar en cómo sería el futuro.

La historia de Jorge Bergoglio, el Papa Francisco, es bien conocida. Su estilo era tan irreverente como comprometido con sus ideas y su accionar fue el de un cura que representaba la religiosidad popular, dónde la teología se compatibilizaba con el pragmatismo de la calle. La acción efectiva, siempre.
Esa manera de ver y actuar, sostenida por creencias firmes aunque menos dogmáticas y también por ideas políticas asociadas a la justicia social, era una instancia fascinante para saber si efectivamente su tarea como Jefe de la Iglesia podía ser un punto de partida para un proceso de transformación de una institución milenaria en la que que el cambio es siempre un concepto que divide. Como en todos los ámbitos políticos, hay conservadores y progresistas…

Francisco hizo lío, y propuso hacer lío. Es que la evolución implica lío, ruptura y cierto caos positivo para acercar la Iglesia a la gente y aceptar la integración de esa Iglesia con la evolución del mundo.

Esa manifestación de progresismo fue para los ultraconservadores la oportunidad de tildarlo de ser un Papa “rojo”, si “rojo” significa entender que la Iglesia está en la calle, atendiendo a los más vulnerables, ocupándose de disolver diferencias, preocupándose por la paz.

No era fácil para Francisco asumir ese rol en un mundo dónde la anarquía digital pone en duda a las democracias, dónde la brecha entre la pobreza y la riqueza se esconde y dónde la solidaridad es un relato hipócrita.

Francisco en ese escenario, era quién previsiblemente pateara el tablero abandonando la fantasía teórica del escritorio para salir a recorrer el mundo con un mensaje simple pero directo dirigido a fieles de toda religión y para quienes estaban a favor o en contra de su relato. Francisco los quería a todos.

Francisco fue el mejor de todos los argentinos. El que llegó adonde nadie llegó.

Ni San Martin, ni Belgrano, ni Perón (para aquellos peronistas insaciables) alcanzaron esa cuota de poder mundial. Y ni Diego (aunque sea “dios”), ni Messi más allá de la fama, lograron lo que logró Bergoglio: ser electo por una parte relevante de la humanidad.

Francisco era un tremendo político. Tenía claro el concepto de poder y conducción política, para lo que utilizaba cuatro principios fundamentales:

  1. El tiempo siempre es más que el espacio…(una señal para los imperialismos que ocupan espacio sin pensar en la permanencia)
  2. La unidad resuelve el conflicto. No se puede vivir del conflicto.
  3. El todo siempre es superior a las partes. (Una oda frente a la mezquindad)
  4. La realidad siempre se impone a las ideas. Pragmatismo en su máxima expresión.

Nunca visitó a su Argentina durante su pontificado, tal vez perturbado porque su país no cumplía con sus principios, especialmente el de no poder vivir en unidad.

Francisco se fue muy temprano. Al ver su imagen en el ataúd, se me ocurrió pedirle que al menos despertara por un minuto, y pudiera decirles a todos los que lo estaban velando, desde Trump hasta la delegación China, desde Milei hasta Lula, y hasta Putin que lo estaría viendo por televisión, que sin unidad no hay futuro para este mundo.

Se fue el Mejor. Los buenos mueren.



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Daniel Lillo